Vientos del pueblo los llevaron, los arrastraron, esparcieron sus corazones por otras tierras y aventaron sus gargantas. La imagen de los últimos habitantes que formaron parte de la sencilla historia del pueblo se imprimió en el recuerdo de aquellos primeros años de mi infancia, cuando pasaba largas temporadas con mis abuelos. Luego, más tarde, se fundió con el recuerdo de cuando subía al pueblo para adecentar la casa familiar y salvarla de la ruina un año más, colaborando en tareas de restauración con los últimos vecinos o sus descendientes. Volaban entonces, a veces, con el viento también, emociones y sentimientos acumulados en cada esquina, en cada maceta, en cada zaguán, mientras las inclemencias meteorológicas dejaban el pueblo convertido en un batiburrillo de ruinas.

Cuando se derrumbó la torre de la iglesia, siempre altiva sobre el tejado, el suceso, no por inesperado, provocó un profundo desasosiego y un quejumbroso lamento en el alma de los pocos que volvimos aquel verano a lo que ya era un pueblo fantasma. Se había derrumbado el último símbolo arquitectónico que todavía quedaba en pie, como si se rompiera en pedazos una ajada fotografía sobre la que el tiempo se había vuelto amarillo. Hice una última fotografía de aquello y la puse junto a otras más antiguas de recuerdos familiares, cuando la despoblación estaba recién iniciada y con otras más recientes del estado agonizante del pueblo.

Hoy he vuelto a sacar aquellas fotos del cajón, abriendo con ello la puerta a un vendaval de emociones que ha arrastrado ramas secas y hojarasca, ha hecho golpear desvencijadas contraventanas, crujir los goznes de puertas de madera ya podrida y derruirse trozos del muro del patio de atrás, donde ya no quedan rastros del corral de las gallinas y la madreselva compite con la buganvilla por las paredes de la casa, a la que abrazan con exasperante pero inexorable lentitud. Hace ya tres años que no voy por allí. La última vez que estuve, tan solo que me dio miedo, las lágrimas emborronaron la dramática imagen a carboncillo de lo que ya no parecía siquiera un pueblo, y decidí que ya no volvería más, porque a los muertos hay que dejarlos descansar en paz y guardar los buenos recuerdos para un día de lluvia…

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