Te observo desde el otro lado de la calle y casi no te reconozco. No sé por qué me extraño. Tampoco me reconozco a mí misma a veces.

Hace tres largos meses que volví a nuestro pueblo, otrora un lugar sembrado de amapolas y de risas, hoy, ya ves, huyó la primavera como se fueron todos aquellos que importaban. Hoy, del reseco suelo emergen las calaveras descarnadas de nuestros antepasados.

Ajeno a mi mirada, contemplas el viejo olmo que plantó tu bisabuelo Juan, concentrado en él, como si estuvieras midiéndolo centímetro a centímetro.

He deseado ir a tu encuentro y abrazarte, pero me ha podido el miedo. El tío Mauro, mimetizado con la pared, nos vigila,como cuando éramos niños.

Aquí todo está quieto, hasta el tiempo, todo salvo las cuerdas deshilachadas del viejo columpio que hiciste para mí.

A veces, oigo risas desatadas y canciones infantiles, miró a mi alrededor, anhelante, esperanzada, pero compruebo triste, que son solo recuerdos. Porque aquí ya no hay niños, solo esos tres sarmientos pegados a la tierra.

Se que te creen culpable de la muerte de Clara, pero no fuiste tú.

Fue ese amor tuyo y mío, inmenso, loco, ajeno a convenciones y a costumbres arcaicas. Ese amor hizo que nuestro valle se llenará de violetas amarillas y arroyos de aguas cristalinas.

He ido a nuestro rincón. La puerta cruje, como ha crujido siempre, como crujió aquel día en que tu me besabas, y he vuelto a ver a Clara, mirándonos.

Durante mucho tiempo pensé que esa mirada era de odio. Después he comprendido que era de envidia por lo nuestro.

Que ilusos fuimos, tú y yo, al creer que nada ni nadie nos separaría jamás, pero Clara lo hizo cuando clavó tu cuchillo en su pecho.

Ese fue el día en que se paró el tiempo. Desde entonces, los tres estamos muertos.

Hoy que has vuelto, te observo desde el otro lado de la calle y anhelo que contigo vuelva la primavera.

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