Historias con sabor III

Historias con sabor III

Cambiandonos nosotros, podríamos cambiar el mundo.

Amaneció lloviendo a torrenciales, y la tierra seca empezó a beberse su sed de meses. Todo el globo se cubrió de nubes negras, todo el universo que él conocía se dedicó a gotear sobre la superficie. Y una nave flotó convencida de poder hacerlo, una barca de eslora pequeña, un madero ahuecado, pero guiado por un hombre.

Una noche, quizás la número ciento uno — ¿quién lo sabría?— Aquel hombre fuerte, hecho al remo, a la lluvia y al viento, se tropezó con una ciudad desconocida. Había casas de piedras pulidas muy altas, había hombres con ropas elegantes y caras sonrientes. Y el héroe les contó sus proezas, les narró su manera viril de enfrentar las fuerzas ciegas de la naturaleza, de su triunfo, de su seguridad, de la sagacidad con que había ideado la barca. Les enseñó los planos, su tecnología a prueba de torrentes. El auditorio era numeroso, los micrófonos, las cámaras y las luces lo perseguían como una bala a su víctima, pero sin aplausos, sin alabanzas. ¡El héroe estaba defraudado!

Entonces se fue a la montaña, a la más alta, a la de las cumbres cubiertas de hielos. Sus andrajos no lo protegían, pero resistió el frío. Una fogata fue encendida aquella madrugada, y más que humo desprendió chispas, y el hombre-héroe invocó a Dios.

— Dios de todos los hombres… escúchame — dijo el protagonista — he desafiado a la madre naturaleza, y has volcado sobre mí todas las fuerzas ciegas de la creación; sin embargo, nadie me valora, ningún humano me ha rendido honores. No busco riquezas, pero no me aclaman. ¿Qué he hecho mal?

Cien días con cien noches pasó el titán en la montaña helada orando. Algunas raíces lo mantuvieron con vida. Su sed la apagó la lluvia. Su fuerza de voluntad hizo el resto. Y descendió, esquelético pero no frágil. Fue a la ciudad y contó, con todas las fuerzas de su alma recia, su audacia al querellar con Dios. Pero los ciudadanos de la Ciudad de Piedras Pulidas no lo alabaron. Estrecharon sus manos callosas y lo trataron como a un igual.

Entonces el hombre-héroe entró como por inercia a un gran edificio de piedras blancas; y vio a millares de hombres como alucinados, hojeando objetos que no conocía. Las voces a coro le dijeron que eran libros. El no sabía lo que eran los libros. Y con el mismo tesón que usó para desafiar los vientos, las aguas y el frío, aprendió a leer. Se leyó toda la historia de la humanidad, y en cien días y cien noches no se apartó de las obras; y el hombre-héroe se fue difuminando, transparentando, partículas inciertas como polvo de estrellas volaron al espacio, se convirtió en un recién nacido y, percibió de súbito, que los héroes eran seres prehistóricos.

Los nuestros —dijo— Son tiempos de hombres.

Y como tal siguió su camino.

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