La lluvia escurre por los cristales sucios lágrimas traslúcidas de infinita tristeza. Paloma la contempla desde su cama y se arrebuja entre las mantas revueltas. No quiere despertar del todo, que empiece otro día en que arrastrar su extenuado cuerpo, sus piernas henchidas de mercurio, la espera eterna hasta volver a su cama desecha. Un día más: inútil, vacuo, doloroso, estéril, inconsistente.
Lleva así meses, en un estado apático, melancólico, entre la abulia y la desesperanza. La muerte inesperada de su compañera le ha producido un agujero interno que se apodera día a día de su voluntad, de su mismo instinto de supervivencia y la deja postrada, rota, helada y temblorosa, contemplando durante horas la caja de antidepresivos, intacta, recetada por su médico de cabecera. Los mismos que llevaron poco a poco a Lola al enganche, el deterioro mental y anímico, la necesidad de aumentar la dosis, el mono cuando intentó reducir su ingesta, y finalmente la decisión de tomarse dos cajas enteras para romper el invisible círculo vicioso de la dependencia.
Su pánico a que le ocurra algo parecido le produce a Paloma repulsión hacia todo tipo de pastillas, y más aún hacia esas concretas cuyo nombre no quiere leer ni pronunciar, las causantes del desgarro que no consigue restañar con el paso de los días, las semanas, los meses….
Se le hace incomprensible la supina insensibilidad de los médicos: saben la causa de su depresión, la forma de suicidio de su pareja, su aversión hacia los fármacos de todo tipo, y aun así siempre sale de la consulta con una receta de antidepresivos, los mismos que volvieron loca a Lola y la llevaron a desear y a ejecutar su muerte. ¿Qué tiene que hacer? ¿Seguir engordando a los laboratorios farmacéuticos a expensas de su propia salud mental? ¿Arriesgarse a un proceso similar al que atravesó Lola antes de derrumbarse y tirar la toalla de la vida?
Paloma se levanta, coge la caja de pastillas y la arroja a la basura con rabia, con desesperada determinación.
Suena el teléfono. Violeta una vez más la insta a acudir a una reunión del colectivo de mujeres en el que milita. Paloma pertenece al grupo pero no ha vuelto por allí desde la muerte de Lola.
Un tímido rayo de sol atraviesa el cielo encapotado. ¿Y si fuera señal de que ya basta de abandonarse a la tormenta y es hora de limpiarse el lodo y la basura del alma adolorida? Decide recuperar su entereza por la memoria de Lola, se lo debe.
Está muy débil: apenas se ha alimentado en las últimas semanas, pero con gran esfuerzo se arrastra hasta la ducha, permanece largos minutos inmóvil bajo el agua. Sólo desea purificar su cuerpo maltrecho, sacudirse la languidez acumulada entre unas sábanas con olor a catástrofe.
Cuando sale a la calle ha dejado de llover. Está lista para volver a la vida, para reengancharse a aquello que le da sentido: ayudarse a sí misma para poder ayudar a las demás.
OPINIONES Y COMENTARIOS