Montse estaba en lo alto de la azotea.

– ¿Me tiro? ¿No me tiro? Se preguntaba nerviosa.

– Si me tiro y no muero en el acto, voy a sufrir. Pero no soporto este mundo cruel. No sé qué hay más allá de la vida. ¿Y si es peor? Resulta que me voy a parar al infierno. ¿Un infierno peor que éste? Lo dudo. Me tiro.

Eso pensaba.

Fríamente se asomó por la baranda y calculó la distancia. Era un recorrido que acabaría rápido con su muerte en el acto. Vale, se iba a tirar. No soportaba más a los compañeros de trabajo; ni el barrio gris en el que vivía; ni la soledad de las ciudades. No soportaba vivir. Morir para ella era como dormir. Un largo letargo durante la eternidad. Pero, el miedo no se le iba. Pensó que podía subir a la baranda y así lo hizo. No es que fuera a tirarse voluntariamente. Sólo lo estaba pensando. Sin embargo, al subir a la baranda, resbaló y cayó.

Cayó al vacío en medio de la calle. La caída se le hizo larga. Pensó que no quería morir; que había sido un lamentable error; un accidente. Pudo agarrarse a la cornisa. Así salvaría la vida. Pero sólo pudo hacerlo con cuatro dedos de su mano derecha. Así que mientras rezaba una oración porque pensaba que iba a resbalar y que nadie de este mundo cruel la rescataría, sus dedos sudorosos por el nerviosismo del momento resbalaron y Montse siguió cayendo y pensando en su desgraciada vida. Carecía de alicientes.

Este último año había sido un desastre. Sus padres se habían divorciado. Constantemente tenía ganas de llorar y sin embargo no brotaba ninguna lágrima de sus ojos. No quería morir. Es posible que hubiera una solución. Y así, pensando, notó a la gravedad hacer su trabajo y el aire de la caída. No entraba ya en sus planes morir voluntariamente. Se lo había pensado mejor. Aunque ahora los demás pensarían que había sido voluntario. ¡Qué frustración!

Mientras volaba hacia abajo vio la ventana del sexto. Era la ventana de casa de su hermano. Esta se abrió de par en par y de dentro del edificio salió una mano veloz. Era la mano de su hermano que había visto caer a Montse y no lo soportaba. Así pues, en la fachada del edificio una mano amiga y familiar había sido tendida para ella. Mientras caía por la fachada del sexto, su hermano también le ofreció consuelo. Él se percataba del desastre final y no quería ver morir a su hermana, ya que sufriría traumatizado el resto de su vida. La conversación no llegó demasiado lejos porque Montse no sabía si aceptar esa mano amiga y familiar o dejarse romper en el suelo de la calle. Es verdad que había sido un fatal accidente pero aún pensaba en volar voluntariamente. A veces sólo pensaba en morir. Y al pasar junto a la ventana del sexto le dio pena ver a su hermano por última vez tendiéndole una mano. No la agarró. No tuvo esa conversación. Cerró los ojos y no quiso escuchar.

Con la idea de morir llegó al quinto. Un vecino, una de esas personas que se encuentran por la calle, miraba con morbo a Montse mientras caía y pensaba en la mejor manera de aprovechar la ocasión. Tal vez, podría entrar en el ático ahora que había caído su dueña y agenciarse de sus cosas.

Llegó al cuarto. Ahí vivía su hermano mediano. Él consiguió agarrar a Montse de la camisa. Pero no tenía fuerza para arrastrarla balcón adentro. Así que Montse quedó colgando de la mano de su hermano que perdió fuerza y acabó soltándola. Su hermano se arrepentiría toda la vida de ese flaqueo de fuerzas. Su hermana no tendría solución y acabaría estrellada contra el suelo.

Pasó por el tercero y llamó por la ventana en busca de ayuda. Pero, el vecino era nuevo y no hablaba con desconocidas. Por esa razón, dejó caer a Montse.

A estas alturas se puso a llorar porque se vio desamparada y sola y veía su trágico final más cerca. Se le romperían los huesos y se le reventaría la cabeza. Es posible que tuviera una muerte en el acto, pero el final se acercaba y eso no le hacía mucha gracia.

Llegó al segundo. Ahí vivía una pareja de ancianos que vio caer a Montse aunque tampoco hizo nada. Consideraban que ya eran demasiado viejos para este tipo de aventuras en la ventana de su piso. La vida les había llevado a pensar en que no hay que ayudar a desconocidos. Ni bajo peligro de muerte. Así pues, no miraron demasiado por la ventana e imaginaron que lo que caía era un simple pájaro y no una persona de carne y hueso. Una persona a la que sólo le quedaban un par de pisos y el final de su vida sería latente.

Pasó por el primero. Alguien, el psiquiatra que vivía allí, le dio un paraguas porque el hermano mayor de Montse lo había llamado por teléfono y se lo había pedido. El paraguas se abrió sobre ella y la caída desaceleró. De todos modos, era delicado, se dobló y se rompió.

En el principal no vivía nadie y su madre, alojada en el entresuelo, no estaba. Sí; pronto moriría. Pero llegó al suelo y sus padres habían puesto un colchón gigante para amortiguar la caída. Habían llamado a los bomberos y estos habían encontrado esa gran solución.

La familia al completo había sido quién había ayudado de verdad a Montse. Y aunque cada uno vivía en un piso diferente y el padre no vivía en el edificio, entre ellos se amaban. Y de eso se dio cuenta ella quien decidió dejar a un lado sus penas y empezar de cero.

Ayudar a nuestra protagonista había unido de nuevo a todos los miembros de la familia. Aunque distantes y des-estructurados, por siempre, siempre, siempre más, esta fue su esencia:

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