¡Se fue! La sonrisa acalorada de los chiquillos al recorrer las calles empedradas de la entrañable aldea después de haber hecho la gamberrada del día al anciano tío Antón. Este enfadado como un ogro , rojo por la furia, perseguía a los pequeños mientras soltaba una retahíla de improperios y descalificativos que no vienen a cuenta transcribir. Todo el pueblo lo veía arrastrado de su cojera, con su mala lengua y su mal humor. Todo el pueblo sonreía las chiquilladas, y aunque nunca los cogía, quedaba tan a gusto y sosegado que cuando volvía a su casa se iba directo a la cama.

¡Se fue! El silencio de las interminables noches de verano mientras escuchábamos extrañas melodías de los cientos de grillos escondidos por los floridos campos; animados por nuestros abuelos contábamos las infinitas estrellas que iluminaban con luz tenue y sosegada el inmenso firmamento. Cansados de nunca llegar al final te desconcentrabas y los abuelos te animaban a seguir una y otra vez.

¡Se fue! La jarana de la taberna donde todos juntos disfrutaban del partido del domingo; invitaban al vecino a saborear otra cerveza, entre voces y críticas se formaban raras trifulcas; discutían las jugadas, los goles, los fallos y ponían de vuelta y media a los árbitros. Luego, pasara lo que pasara, como buenos vecinos, cada uno a su casa. Mientra en la plaza, las mujeres se entretenían con sus charlas, arreglaban todo aquello que tocaba sus lenguas afiladas.

¡Se fue! El entrañable cuento que contaba mi abuelo, traspasando la frontera de los sueños; conseguía que todos los jóvenes tembláramos de pavor, por su historia, por sus palabras, por el miedo a los misteriosos fantasmas que deambulaban la aldea en busca de almas atormentadas; aprovechaban la oscuridad cuando estábamos en nuestras casas y podían pasar sin que lo notaras. Tan real era la historia que cuando volvíamos a dormir ese día nos tapábamos hasta la cabeza con la sábana por el temor de que esa leyenda se hiciera realidad en nuestra cama.

¡Se fue! Primero el herrero, no necesitaban de su empeño; luego el pollero, el carnicero y el lechero, no había negocio en un sitio tan pequeño; más tarde el doctor, el peluquero y por último el maestro, no por su propio deseo sino por falta de niños ¡Salieron y nunca más volvieron!

Sin remedio se fueron, el tío Antón con sus quejidos, los veranos, los chiquillos, las risas, los cotilleos, la taberna y el jaleo; dejaron todo vacío, inerte, desangelado, frío, como si nada hubiera pasado, como si todo fuera un tenue recuerdo. Tan solo quedó mi memoria y la de otros muchos paisanos; esto que ahora son ruinas absorbidas por las sombras, fue un día lugar de pasiones, de fatigas, de luchas, de bromas.

Esta sociedad todo devora, sin dolor, sin quejidos, sin pesar, sin recordar todos esas entrañables villas y lugares que tanto nos dieron y ahora son solo parte del recuerdo.

¡Se fue, para no volver!

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