El señor Braulio subió con grandes dificultades la ladera de la colina, hasta el punto más alto del pueblo y desde allí, exhausto, contempló el paisaje que tenía a sus pies, se arrodilló, con el sol cayendo a sus espaldas, y suspiró profundamente. Estaba muy triste, pero al mismo tiempo, se sentía orgulloso. Había resistido hasta el final. Había pasado toda su vida, en el mismo lugar en el que habían muerto casi todos sus antepasados y allí estaba, con un poco de yerba en la mano, dispuesto a morir en la misma tierra, en la que había nacido. Había crecido jugando con los cuatro ángeles de piedra, que protegían la fachada de la iglesia y pensaba despedirse de la misma forma: dando una vuelta completa a la colina y enfrentándose, cara a cara, con los cuatro puntos cardinales y con todos los fantasmas del pasado.

En el este, junto al pequeño arroyo, serpenteaba la carretera, por donde se habían ido, uno a uno, todos los habitantes del pueblo, hasta que había llegado el invierno y ya no quedaba nadie. Los últimos en hacerlo, habían sido la familia de los Monje, que lo habían votado, como habían hecho siempre y se habían ido, dejando su casa vacía y llevándose todos sus menesteres a cuestas. Luego, finalmente, sin nadie que le acompañara, se había ido el buen Manrique, que siempre había estado en desacuerdo con todos sus edictos municipales y había preferido abstenerse.

El alcalde dio un rodeo, se detuvo mirando al sur y de pronto, perdió el ánimo y empezó a llorar desconsoladamente. Lo que había sido, en el pasado, un frondoso bosque de álamos, era un páramo lleno de pedruscos y túmulos de residuos, que habían ido llegando de las ciudades, a bordo de grandes camiones. Luego se repuso y se dirigió al norte, siguiendo el camino del sol, el que solía esconderse detrás de las montañas y vio que lo que había sido un lago, con abundante pesca, se había convertido en un espejismo, un oscuro embalse con innumerables casas hundidas en el fondo de sus aguas. Después empezó a bajar la colina hacia el oeste y empezó a recordar a todos los muertos que habían dejado sus huesos enterrados en el pueblo. Primero se acordó de don Pascual, el último médico, y don Manuel, el último maestro, que habían permanecido en su puesto, como dos héroes, hasta el último momento. Pensó, incluso, en el cura. Nunca se habían llevado muy bien, pero al fin y al cabo, no había sido mala gente.

El señor Braulio se fue a la alcaldía, cogió su vara de mando y se fue renqueante, hasta un pequeño huerto, en el que permanecía el único rosal, que había logrado sobrevivir al último invierno. Cogió la última rosa, se fue al pequeño cementerio que, se encontraba en el oeste, se detuvo delante de la tumba de su esposa y dejó la flor sobre la lápida. Luego pensó que lo mejor era dimitir del cargo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS