La mudanza de la ciudad fue inesperada pero no por eso mal recibida. Las calles, acostumbradas a vivir bajo una alegría tranquila, sin estridencias, bullían ahora de fiebre. Aquí y allá sus habitantes salían, entraban, daban vueltas, hablaban a gritos, a veces rezaban. Desde que amanecía hasta muy entrada la noche, el ruido de sillas arrastrándose, armarios abriéndose, ruedas girando y luces encendiéndose envolvía la ciudad creando una atmósfera caliente y densa que se extendía con la determinación del magma. Solo cuando la madrugada oscurecía por completo los rincones, la ciudad callaba.

A las pocas semanas de fiebre inicial, el éxodo comenzó hacia el puerto.

Primero fueron los objetos más humildes: ropas, mantas, documentos, joyas de la familia, algún libro. Colocados cuidadosamente en maletas, arcones y baúles enfilaron hacia los barcos que esperaban hambrientos en el embarcadero. Les siguieron las tacitas de té, las vajillas de plata, la colección de cucharitas, los espejos de mano, las cortinas bordadas, los manteles de hilo, las figuritas dormidas al olvido de las estanterías. Pudo verse un brazo de bailarina de porcelana sobresaliendo entre los pliegues de una alfombra de despacho enrollada sobre sí misma.

Pasaban las semanas y la ciudad pasó a desmontarse con un poco más de prisa. Los ciudadanos olvidaron la precisión y orden de los principios mientras el suelo se cubría de montañas de cosas esperando un hueco que les llevara a los barcos. Las mecedoras, los percheros, las cunas de los niños, el solitario traje de una novia. Todos esperaban mientras el camino hacia el puerto comenzaba a parecer el hilo invisible que siguen las hormigas. No es del todo recto, no es evidente a simple vista, pero es irrenunciable.

Quien sabe si quizás por miedo, quizás por una subida de fiebre, los habitantes de la ciudad sufrieron entonces un último ataque que les hizo necesitar con furia lo que hasta entonces pasaba inadvertido: las ventanas, los azulejos de los patios, las tuberías de hierro, la madera del suelo, las paredes, los árboles del jardín, las esquinas, los adoquines de las calles, sus nombres. Todo se cargó en los carros reventados por el peso y, siguiendo el rastro a sal, los últimos signos de ciudad abandonaron unas ruinas en las que ya no era posible que se reconocieran.

Y ahora, en este mismo momento, los barcos cargados con los restos de la ciudad se hacen a la mar. Son cientos de metros de cosas y seres mezclados que se alzan sobre cada uno de los buques dando una sombra que el océano nunca antes había conocido. Y suerte que hoy no hay viento, alguno podría volcar. En ese caso, la metrópolis nunca habría existido.

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