Con el paso de los años, los muros y tabiques de la casa abandonada, en las afueras de Villarruelos, habían aprendido a soportarse. Incluso a apreciarse. Atrás quedaron los tiempos en que las paredes del salón miraban a las demás por encima del televisor, o las de los dormitorios se regodeaban compartiendo morbosas historias de alcoba. Por aquellos entonces, también al hogar y a los estantes de la cocina se les habían subido un poco los humos, mientras las escaleras del trastero eran evitadas por todos y los azulejos del cuarto de baño rechazados como apestados. Ahora la situación era muy diferente. Sabían que para seguir existiendo debían permanecer juntos, apoyándose unos en otros. Sentían un respeto especial por el techo, que les daba cobijo a todos, pero él no dejaba de recordarles que el mérito era del tejado, capaz de soportar los rigores del tiempo.

La finca, en la que tiempo atrás viviera la familia más notable de la comarca, se encontraba en lo alto de una loma. Desde su atalaya, las pacientes ruinas disfrutaban contemplando los cambios que se producían en los campos con el paso de las estaciones. Todos los años, a mediados de agosto, volvían a emocionarse recordando las procesiones hasta la ermita de San Roque, o imaginando a los vecinos bailando en la plaza, con los músicos subidos en el remolque de algún tractor.

Todo aquello desapareció cuando alguien, desde un despacho a doscientos kilómetros de allí, decidió que en aquellas tierras se construyera un embalse. Todos los pueblos de la zona, Villarruelos entre ellos, fueron desalojados y la vida se marchó con sus habitantes, sin tiempo para despedidas. Al final el pantano no llegó a construirse: nunca se supo si por un cambio en el gobierno o por algún interés espurio, ajeno a los habitantes de la comarca. Con sus vidas rehaciéndose en otros lugares, lo cierto es que ya nadie volvió a aquellos pueblos, condenados para siempre al abandono.

Al margen de los cazadores que paraban por allí unos días en octubre, al levantarse la veda, y algún que otro caminante solitario, nadie volvió a acordarse de Villarruelos y su comarca… hasta que un ingeniero del Ministerio de Fomento dibujó sobre un mapa la línea del AVE, que sacaría por fin a la provincia de su aislamiento secular.

Después de tantos años, a las murallas y las paredes de la casa abandonada les costó reconocer el ruido de los motores y el sonido de las voces humanas. Ignorantes del motivo de tanta actividad, las sensaciones fueron contradictorias: desde la ilusión de una segunda oportunidad, al fastidio de tener que depender otra vez de voluntades ajenas.

Con la primera detonación supieron que había llegado el fin, un fin que, aunque postergado durante años, había comenzado con la desaparición de los cimientos que sustentaban aquella y todas las viviendas de Villarruelos: sus habitantes.

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