El viejo bar itxaso se calentaba con rabia al sol. Pese al nombre ( mar, en euskera ) allí, a más de treinta kilómetros tierra adentro, el olor del salitre y la brisa marina eran poco más que ecos de viaje estival, pelota y toalla de playa. Pero daba el sol y los ya viejos niños de una posguerra olvidada, apuraban lunes a lunes sus acostumbradas copas de coñac y sus agrios farias acartonados por la costumbre, en la amplia terraza junto a la carretera general. La partida, siempre a medias, representaba el único pretexto para una vida ya pasada, solo recuerdos y anécdotas, volando de mano a mano, de la caja a la boca; de la botella al vaso.

La vida como un paréntesis entre las noticias sobre política y deportes. El aburrimiento como último camino hacia la muerte en un mundo que no alcanzaban a comprender, que los había lanzado con violencia a la cuneta de la cotidianidad.

– ¿ Os he contado alguna vez como cacé aquellas gallinas que se habían escapado del huerto del Emilio ?

– hum…reparte…

– Se acababa el invierno y los últimos soldados que guardaban la retaguardia ya se habían dado por vencidos. La gente del pueblo ya se había acostumbrado a verlos ir y venir, harapientos y muertos de hambre, rascando colillas y cunetas. Contaba yo trece años…

– Subo media…

– …y apenas levantaba dos palmos del suelo. El hambre y la miseria, ya sabeis, cría niños raquíticos. El caso es que ahí estaba yo…

– Paso…

– Mis hermanos habían muerto en la guerra, mi padre estaba viejo para trabajar y mi madre…bueno, mi madre solamente lloraba.

– Paco, otra ronda. Y cóbrame lo de los chavales, anda.

– Pasábamos hambre y cuando vi aquellas gallinas corriendo como locas y al viejo Emilio más loco todavía, apurando un infarto, aproveché la oportunidad…

El sol pegaba fuerte y cada vez que uno de esos ruidosos camiones atravesaban a toda velocidad el asfalto candente, un torbellino de aire caliente mecía las cartas y las boinas. Desprendía la ceniza de los puros a medio consumir y acallaba las voces de los jóvenes que ocupaban el resto de mesas, meciendo a su vez los cigarrillos colgando de la comisura de sus labios. Les hacía entrecerrar los ojos clavados en la pantalla de sus smartphones.

El barrio achicharrándose al sol un lunes cualquiera en horario laboral.

– Reparte otra vez, anda. Y pásame el mechero…La verdad, antes todo era muy diferente. Una gallina y los remordimientos te acompañan hasta la vejez, hay que joderse. Yo ya vivía en esta calle antes de que la carretera tuviese asfalto y la desgana y la falta de trabajo se suplían con tinto y cartas… los tiempos cambian ¿ verdad ?

– Supongo que tienes razón. ¿ Quién reparte ?

– ¿ Y la gallina ?

– Fue un buen paréntesis.

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