Reconozco que mi única calle es aquella en donde nací y la que me ha visto crecer. El núcleo familiar que le daba vida siempre ha sido muy importante para mí. Eramos cuatro hermanos -yo el más pequeño- y mis padres, que ejercían la paternidad de forma equitativa.

Dada la lejanía temporal que representan mis inicios, tengo algo nublada la memoria, notando un sutil velo impenetrable. Allí, en aquella calle, parece no haber existido nada. El recuerdo más alejado es una página en blanco y resultan inoperantes, para las neuronas implícitas, los fotogramas que pudieran contener. Hará falta, de algún modo, ejercitar la mente e ir descubriendo sensaciones perdidas. Esto me da pie para mostrar el hecho añadido de que acuso ciertas lagunas propias de la edad.

Las otras calles, las que me han servido de refugio, nunca la han superado en calidez, aunque sí que me han proporcionado una estabilidad y un estado emocional saludable.

Lo que recuerdo perfectamente es el momento en que decidí emanciparme, salir de esa burbuja familiar. Y fue un hachazo que de un solo golpe y con pericia quirúrgica me separó como miembro de esa estirpe. Fue un desgarro brutal, no accidentado, sino meditado y ejecutado sin posibilidad de vuelta atrás, de la misma forma que empieza a moverse una locomotora y va cogiendo inercia poco a poco, hasta alcanzar su velocidad máxima.

Por aquella época terminé los estudios de Formación Profesional, y antes de indagar por los cauces laborales para formar mi vida, decidí casarme. Tenía un pie en el altar, en un acto de voluntad ciega, quizás precipitada (como me daban a entender mis más allegados mediante consejos y recriminaciones). El tren ya estaba avanzando, dando forma a la nebulósica ilusión que me impregnaba, para culminar con el “Si Quiero” ante el representante de Dios y la marabunta familiar que rubricaría y daría fe de mi nuevo estado. A partir de ahí cambié de ciudad, de preferencias y hasta de principios.

El matrimonio se disolvió como era de esperar. Duró una o dos calles, o tal vez ninguna. En la realidad he pasado más tiempo en el mundo que en mi calle.

-Esa, mi calle, es la propia de una ciudad industrial, con pequeños talleres dispuestos en la trama urbana cercana. Carente de zonas verdes; lo que la hace impropia para los necesarios juegos infantiles, y hasta podría decirse que es fría para aquellos transeúntes ocasionales. Pero el conjunto tiene un don, algo peculiar que transciende a la mano humana: Se elevan montañas por todo su alrededor. Y allí, a las faldas de aquellas, juego con la ilusión necesaria para subir y bajar por pendientes que hacen desestabilizar a los menos preparados-.

No pretendo transcender más allá de lo escrito, pero puede que algún día, haga mi paseo matinal y sienta el calor del sol al emerger el nuevo día o que sea el crudo frío del invierno el que soporte, y me sentaré en el banco más próximo con la mirada puesta en la lejanía, sin ocuparme del ajetreo de la gente que va y viene con sus cosas, y estaré solo, vencidamente solo. O puede que se siente un congénere a mi lado, y al querer entablar conversación, nos preguntemos el uno al otro por nuestra ciudad natal.

-Yo soy de aquí, de la misma Valencia, del barrio de Ruzafa.

– Yo soy Alicantino, de Alcoi.

Fin.

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