La última mirada

La última mirada

txelli dixit

14/10/2018

“Se ha muerto la Silvina. La entierran mañana, pero no tengo ánimo para el viaje”, dice la voz de su madre al teléfono, entre los correteos de la mañana. Suena hueca -como siempre que habla del pueblo-, como si la distancia que la separa del lugar donde creció, pudiera medirse en su garganta.

Mientras recoge el desayuno y azuza a las niñas para que se vistan, piensa en la última vez que estuvo allí, en su propio hastío adolescente, forzada a pasar el día con los cuatro viejos que quedaban en el lugar y que, tercos, juraban que de allí no se irían nunca.

Recuerda muy bien a Silvina. De piel pálida y pelo blanco amarillento que recogía en un abultado moño sobre la nuca, luminosa en contraste con su vestir completamente negro. Se le acercó con los ojos muy abiertos, le tomó la mano -su tacto era áspero y firme- y le dijo con ternura “eres el vivo retrato de la Jacinta”.

“Tu abuela y yo nacimos el mismo día, yo por la mañana y ella al ángelus”, le dijo, “fuimos como hermanas”. Ella no sabía qué era el ángelus, pero sonrió al pensar en la yaya Jacinta y, aquella mujer que le pareció viejísima ya entonces, le contó que su abuela era muy guapa -“como tú”- y presumida. Tenía maña cosiendo y se arreglaba los modosos vestidos que le hacía su madre, acortando la falda y abriendo el escote. Le gustaba embadurnarse de aceite y tomar el sol en la peña llana del río, con las ropas bien arremangadas, a sabiendas de que la espiaban los chicos tras los álamos de la otra orilla. “Era una descarada” le dijo risueña.

Y le contó también de cuando eran niñas: la batalla de aceitunas en la que casi pierde un ojo su primo; la vez que las persiguió una vaca preñada -“cómo corría la condenada ¡y en cinta!”-; como se escabullían cuando la luna era llena y se juntaban con la pandilla en el camposanto, a contarse historias de miedo o como, a finales de verano, se encaramaban al terrado de don Germán a sisarle los higos que tenía puestos a secar al sol, hasta hartarse de su dulzura .

“Luego vinieron las bodas y los bautizos” siguió. “Ay tu madre, lo que nos reíamos con sus monerías, pero era más mala que la tiña” y le contó algunas de sus diabluras, con la mirada perdida por la plaza, como si aún oyera las riñas de los críos y sus risas. “Después, fueron marchando. Y ya ves ahora, hija. El único sitio con trajín es el cementerio”, soltó para acabar y en sus ojos, ni rastro de su sonrisa.

Ya no queda nadie, piensa. Con ella ha muerto la última mirada testigo de la desvergüenza de su abuela, de las travesuras de su madre, de aquellos retales de vida.

Mientras las niñas se ponen los abrigos, saca el móvil y llama.

“Mañana te llevo al pueblo, mamá, vamos a decirle adiós a Silvina.”

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS