Hay una moral para tiempos de paz y otra para tiempos de guerra. Yo vivo entre dos aguas, en el Madrid de posguerra.

A mi hermana María se la llevó la bomba que cayó en el número 39, donde vivía Largo Caballero. No fue una muerte rápida, le rompió algo por dentro.

Mi padre tampoco está. Aunque mayor para ir al frente, el hambre y el frío le hicieron presa fácil para una pulmonía mortal.

Terminaron las horas oscuras en el refugio improvisado del Metro, calculando entre sirena y sirena la distancia de cada impacto, por el temblor del suelo y el ruido de la explosión. Siempre con miedo a encontrar una montaña de escombros, en lugar de nuestra casa.

Mi madre se quedó sola con seis niños tan pequeños que no los tapaba un tazón.

*****

Amanece en mi calle del barrio de Chamberí. Ya hace tiempo que no se ven gatos.

Apenas sale humo por el tiro de las cocinas. Falta carbón. No quedan muebles que quemar, ni libros. Las fresqueras asoman por los patios prácticamente vacías.

Tenemos una cartilla de racionamiento familiar. Hay que hacer cola en los ultramarinos esquina a Alonso Cano, para comprar una hogaza de pan negro que se hunde en la achicoria, un cuartillo de aceite o azúcar.

También esperamos en la vaquería esquina con Santa Engracia. Mi hermana pregunta con guasa para cuándo la primera comunión, porque el líquido que trasiegan en la trastienda ya ha recibido el bautismo.

Aunque protesta, compramos vino a escondidas, porque de postre, a mamá le gusta mojar pan en el último culillo. Antes de la guerra también le echaba azúcar.

De los patios y portales llega olor a mondas de patata cocida o a lentejas, que con un poco de suerte, bromeamos, vienen con la sustancia de los gorgojos.

Siempre hay niños en mi calle. Juegan mientras hilan su canción eterna. Sobre un soniquete cambiante, los curas y monjas apenas se enteran de que yo tenía un camarada, entre montañas nevadas y banderas al viento.

Juegan también al fútbol en los descampados de los Altos del Hipódromo, o en el Viso. A veces, algún obús dormido, como cogido en falta, despierta, añadiendo más al suma y sigue de muertes, o asegurando la reserva vitalicia de asiento en el transporte público.

Tuvimos que dejar nuestra escuela, en la calle García de Paredes. No hemos vuelto, está cerrada. Casi todos aprendimos a leer y escribir. Los más afortunados sabemos las cuatro reglas.

De día hay mucho ruido en mi calle. Vendedores, el parte de Radio Nacional, el Ángelus, los seriales. También se oyen cuplés, pasodobles, coplas o Zarzuelas, a Manolo Caracol, Conchita Piquer o María Dolores Pradera, que vive en el 73, justo donde vivió Luis Cernuda y fundaron la imprenta La Verónica los Altolaguirre.

Algunos días mi madre vuelve muy seria y ya sabemos que en el Instituto Nacional de Previsión le han dicho otra vez que los archivos se perdieron y tardará en cobrar la pensión de viuda, si es que algún día llega. Ahora está bien colocada en los Almacenes Quirós.

Los domingos le pedimos dinero para el cine y aunque dice que no tiene, no es capaz de jurarlo por nosotros, entonces se ríe, rebusca en los bolsillos y por ochenta céntimos, en el cine Chueca, vemos en sesión continua viejas películas de Clark Gable, Errol Flynn, o alguna española, como Nobleza baturra.

También pasea el miedo por mi calle, abriendo puños y estirando falanges. Pasa el Delegado de Distrito con su chaqueta de cuero negra. No está delgado. Él firma el certificado de Adhesión al Movimiento, necesario para trabajar. También hace falta el del Párroco. Hay denuncias anónimas. Algunos sufren procesos de depuración. Por suerte, papá nunca entró en política. A veces alguien desaparece y nadie ve ni oye nada.

Faltan hombres en mi calle. Van cogidas del brazo las madrinas de guerra, viudas vírgenes y ajadas, sin más gananciales que un fajo de cartas atadas con una cinta y una fotografía en sepia.

Llevo cuatro años trabajando de manceba en la botica de la Calle Luchana. Empecé a los doce. A mi edad soñamos con casarnos con un futbolista o un torero.

A veces, un fotógrafo se instala en mi calle y por poquitas pesetas, ofrece la eternidad. Imposible rechazar semejante ganga. Yo soy la de la derecha.

Algunas, mayores, llevan tiempo saliendo a alternar, con sus faldas de tubo, blusas escotadas, zapatos topolino y medias de cristal, continuamente remozadas a fuerza de coger puntos. A veces las convidan a cenar y esconden en un pañuelo hasta la última miga. En casa, comen y callan.

Otras aspiran a que un discreto casado les ponga piso y les baje las faldas.

Nacen muchos niños en mi calle. Madres para el hogar e hijos para la Patria. La comadrona va de casa en casa asistiendo a los partos o dando fe de que hay vidas en camino. Aunque alguna se trunca.

Pasado Alonso Cano, a horas discretas, se ve entrar en un portal a alguna chica pálida y asustada. Unas veces vienen solas, otras, mal acompañadas.

*****

Ya va terminando el día. Al volver de la farmacia veo revuelo en mi calle. Cruzando Alonso Cano hay un coche de atestados y una ambulancia. Del portal sale tan serio como trajeado el señor Juez. Detrás, un policía de la Dirección General de Seguridad, muy conocido en el barrio. Después, una mujeruca más entrada en carnes que en años, escoltada por una pareja de guindillas. Finalmente, dos camilleros llevan cubierto un cuerpo menudo y delgado.

Bajo la sábana, asoma rojo, el dobladillo blanco de unas enaguas.

Mi madre me abre la puerta. Nos cuenta y echa el cerrojo. No nos signifiquemos. Los niños ven, oyen y callan.

Ya es de noche. Mañana nadie sabrá nada. Y Dios duerme en la de todos y cada uno, en su casa.

Año 1942. Calle Viriato, 49. Madrid.

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