No siempre viví en este pueblo, llegué exiliado de lo que un día fui y buscando un nuevo yo en cualquier lugar diferente al hogar.
Una tarde estaba sentado en un antejardín, de pronto se acercó un perro a hurgar a ver que podía encontrar para comer, después de escarbar un rato y solo encontrar un montoncito de hormigas, se echó a mi lado… Lo escuchaba respirar y pensé que, como yo, no tenía hogar. Se veía bastante cómodo, con actitud de no tener nada que lamentar. Se levantó, alzó la cabeza y empezó a caminar. Como ya había decidido no tener a donde ir, pues, lo seguí, lo seguí hasta este pueblo de casas pequeñas y parque grande.
Recuerdo que después de dar una mirada amplia desde una esquina, me acerqué sediento a la única tienda que había y allí don Hernán, el dueño, me recibió diciendo:
– En este pueblo mandan los perros, son dueños de todo. Llegan solos, sin señalización, sin carta de invitación. Los he visto llegar e irse, he visto a quienes los alimentan y también a los que a punta de patadas o de echarles agua caliente quieren hacer que se vayan, pero ellos son indesterrables. En este pueblo no hay quien los libere de sus pulgas o garrapatas. Los he visto morir y aquí ya no hay donde enterrar tanto perro, el hedor de los cadáveres es insoportable y las moscas que los rodean no dejan dormir, le zumban a uno en el oído toda la noche. Lo mejor es que nos los comamos, por acá las provisiones se acabaron hace tiempo y la hambruna nos está enloqueciendo.
De todo lo que me dijo don Hernán, lo que más me quedó sonando en la cabeza fue lo de ser indesterrable y en ese momento lo decidí, me quedé aquí. Igual, a mí nadie nunca me había sacado las pulgas o las garrapatas…

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