INVISIBLE SIN SENTIDO

INVISIBLE SIN SENTIDO

adela Bravo

11/10/2018

Sentada en la silla incómoda con las piernas extendidas para mitigar el dolor y soportar la espera pensé:

– ¿Se puede ser más invisible, más trozo de carne?

Las enfermeras, los médicos, los administrativos y hasta el resto de pacientes (qué palabra tan adecuada) pasaban a mi lado mirando al frente un punto infinito del final del pasillo. Al acercarse a los pocos que estábamos sentados allí apresuraban el paso evitando el contacto visual con ninguno, mucho menos el contacto que significaría un «buenos días, hola…», no fueran a dar pie a alguna pregunta, a algún reconocimiento que pudiera comprometerles, a tener que parase o simplemente saludar.

Como me sentía así y tenía un largo rato por delante hasta que el megáfono escupiera mi nombre, apellidos y la consulta a la que debía entrar (viva el derecho a la intimidad! ) me dispuse a pensar qué motivo nos lleva a esta actitud cuando nos encontramos en estas situaciones , como cuando vamos en el ascensor con algún desconocido o, peor aún, con un vecino que sabemos que lo es pero que nunca le hemos hablado. Ponemos la mirada infinita, esa de observar el techo a conciencia, el final del pasillo o en el peor de los casos, miramos al otro lado de su frente, traspasándolo. Mirada del más allá.

¿Es que tenemos terror al contacto, al reconocimiento y nos defendemos así?

Habían pasado por mi lado casi pisando mis pies extendidos varios conocidos, muy conocidos a los que miré pensando:

– Anda, mira, Pepe ! cuanto tiempo sin vern…

Nada, invisible, pasaron de largo mirando aquel maldito punto que debía estar al fondo del pasillo, punto luminoso, punto salvador.

Y ¿cómo se sentirán las demás personas? Miré a mi derecha donde había una señora de edad con una muleta, las manos cruzadas en el regazo. Se había sentado allí sin advertirlo yo, sus ojos perdidos también, esta vez en la escayola del techo. Ni hola, ni buenas… ya venía con el punto infinito colgando de sus incipientes cataratas cuando se sentó a esperar. Lo habia fijado en su pupila al bajar del taxi.

Me solivianté un poco más y decidí acercarme al final del pasillo con cierta curiosidad, lo admito, de ver ese punto al que todos miraban. No había nada, naturalmente, una puerta de salida por la que desaparecían todos. Me crucé a la vuelta con una antigua compañera de Servicio, ahhh! la miré y abrí la boca «hooolaa….», pero ella llevaba la mirada en el punto infinito del extremo del pasillo que yo acababa de inspeccionar.

Cuando regresé despacito a mi asiento lo encontré ocupado por un chico perdido en la infinidad de su móvil. ¿Nadie me va a mirar hoy?

En ese momento vi venir hacia mí a mi más antiguo y querido compañero, viejo amigo – «¡Por fin me voy a poder tomar un café !

Pero él llevaba perdida la mirada y yo no llevaba puesta la bata blanca.

Era invisible.

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