Aquí estaba todo.

Los árboles centenarios, las minas de sangre y los telares danzando al ritmo del silencio. La muchacha curiosa que entraba en un oscuro agujero, el militar que agonizaba en la soledad de su hogar y el profesor, que, amordazado por el monstruo gris, gritaba sin voz.

Aquí estaba todo, y ahora, simplemente, no había nada.

Jorge, armado con un viejo plano, avanza por las ruinas de lo que antaño fuera el pueblo de sus padres. Tiene las sandalias rotas de andar por la piedra, y su frente sudorosa distorsiona la vista que tiene del lugar, dándole un halo fantasmagórico. Frente a él se alza la antigua casa familiar en la que se crió su padre, y sus abuelos antes que él, y donde vivió gran parte de su vida, como un minero anónimo más.

La casa, que está parcialmente derribada, ofrece un aspecto terrible, con el pórtico partido y la entrada llena de piedras y residuos que se han acumulado con el tiempo. Jorge, que no se contenta con ver la casa desde fuera, decide, en contra del consejo de su madre, entrar en la casa a explorar. La escalera, aún en pie, le permite acceder al piso superior, donde estaban los dormitorios y donde hacían vida sus padres y sus abuelos. En el suelo, bajo el dominio de las hordas de polvo, se amontonan viejos retratos, algunos en los que aún se distinguen las personas y otros en los que solo se intuyen siluetas, como sombras de un pasado condenado al olvido. En una fotografía de encima de la mesita de noche, colocada en un marco cubierto de polvo, le observa impasible su padre, mirándolo con una dureza que no le es desconocida a Jorge. Sopesa coger el cuadro y llevarlo a la capital, pero no está seguro de si le haría ningún bien a su madre.

Abre entonces, con cierta dificultad,el viejo armario en que su padre guardaba sus cartas de la guerra y las revistas de actualidades. Para su sorpresa, comprueba que está completamente vacío, que no hay ni un libro, ni siquiera un triste trozo de papel. Antes de salir de la casa, dobla la esquina hacia el otro lado, para encontrarse a la virgen, mirándolo con sus ojos vacíos. El viejo caserón de su familia había sido, des de principios del diecinueve hasta el advenimiento de la República, una pequeña capilla. Después de la guerra fratricida, se había convertido en una reliquia del pasado, un mausoleo que velaba por las almas que, desesperadas, contemplaban con horror la muerte de su tierra.

Fuera empieza a correr el aire y con el viento que se levanta afloran en la mente de Jorge los recuerdos vividos en la tierra de la sal. Recuerdos de un paraíso primitivo: de su padre aún vivo, luchando a diario por sobrevivir y de su madre regañándole, medio enfadada y medio ilusionada por el porvenir de su família.

Aquí estaba todo, y ahora, simplemente, no había nada. Más bien, nadie.

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