Dalio Pereira salió al portal con pasos largos que sonaron secos en el piso de cocoa. Nervioso, sus ojos perdidos en el monte, y pareció que él también con ellos, porque no lo inmutó el llanto de la criatura que había nacido en su propia cama hacía un rato. Él no quería saber. No quería ver. Ni estar allí siquiera.
Ocho meses había esperado desde que Otilia le hablase de su estado. Muchos ruegos porque fuera varoncito, acompañados estos con las velas que su esposa le pusiera a la virgen. Un varoncito necesitaba el matrimonio, la casa, el trabajo del conuco. ¡Un varón! Pero Dalio no quería entenderse con el nacimiento. No con esa criatura.
Miró las sesenta varas de tierra que le había quitado al monte y recordó el trabajo para convertir aquella media hectárea de tierra jíbara en algo productivo. Recordó las jornadas de desmonte y quema al pie del Caguairán, y luego, la dureza de los surcos. Sin bueyes ni tiro alguno. Solo “jalando el arao y echando el lomo”
Había esperado años por un hijo. Quería enseñarle del esfuerzo diario, de la siembra. Del gusto por la tierra y el placer de conquistarla al monte. Había planeado tantas cosas para él, y ahora nacía así. –Dios no sabe todo sobre cómo vivimos –dijo por lo bajo– y echó a un lado la guataquita pequeña que le había construido tiempo atrás con una rama de guayabo joven y la hojalata de un envase de aceite de oliva.
Volvió a pensar en la siembra y en su sueño reiterado de echar pa’lante aquel trozo de tierra seca. Entonces recordó a su hijo, y la gran carga que sería para toda la vida. No pudo asomarse a la puerta del cuarto cuando Otilia dejo de jadear, y la vieja partera, salió mirándolo seria y asustada, como temiendo su reacción de guajiro ñongo.No pudo asomarse, ni siquiera a la ventana. Montó el caballo repinto y salió disparado pal pueblo. –Por unos palos de ron –pensó– antes que los chismosos se enteraran de su desgracia. –El inútil de los Pereira dirían los muy hijos e’ puta –asumió molesto– y cerrando los ojos, hincó al repinto por la guardarraya del frente de Quintín. Al cual no pasó a dar la novedad por vergüenza. ¿Qué diría su compadre?
Tantas veces había soñado despierto, junto a Quintín, sobre cuando naciese el crío. La prosperidad que vendría…– ¡Y ahora esto! Otra boca más. La de un fenómeno. Arrió fuerte a la bestia, que partió al galope.
Caminaba la tarde con el paso andador que llevaba el repinto luego del vado del arroyo. Ni los matices oro proyectado por el sol poniente en la vereda, ni los murciélagos que a veces parecían estrellarse contra el ala del sombrero, hicieron que Dalio saliera de su encierro agónico. Llegó a la cantina de Cuquillo con los ojos agazapados bajo el ceño.
– Al primero que haga un chiste sobre el vejigo, lo rajo – pensó acariciando su guámparo.
Pero nadie sabía aún la novedad.
–Isleño, ponme un doble, y deja la botella.
–Qué celebramos –preguntó Cuquillo.
–No se celebra – respondió – se toma por las desgracias
–Desgracia es no tener ni tienda, ni tierra, y morir solos como los desarropaos –comentó el tendero.
–La desgracia viene de varias formas, porque si hay tienda, y no hay quien la atienda, el negocio es como el maíz de mayo, que solo sirve pa´ maloja.
Tomó un trago largo y su mirada reflejó en el vidrio la lenta agonía que le importunaba.
– Mire Don Dalio – dijo Cuquillo sin miramientos– las desgracias no vienen por razones, ni clases, todas son enemigas. Hay que extirparlas de cuajo. Si Dios me lo da yo me lo quito de la mejor manera. Ese es mi pensar.
– ¡Yo me cago en Dios! –respondió molesto Pereira– y volvió a encerrarse en su botella dándole la espalda al isleño.
Pasaron las horas como los tragos de aguardiente y Dalio no sintió el exceso en su cabeza. No podía sacar de esta a la pequeña criatura…Madrugaba cuando partió de regreso. El firmamento desplazaba sus astros, más veloz que el paso del repinto. El hombre dormitaba sobre la montura y era un sueño tempestuoso.
Pasada la finca de los García, el animal detuvo el paso y dio un movimiento de cuello que despertó a Dalio de su sueño poco reparador. –Esto no puede ser carajo –dijo entrecortado– Dios, si tú la das, yo la quito. Y espoleó a la bestia que resopló profundo en la guardarraya.
El llanto de la criatura se ahogó en la cerradera del monte, mientras Dalio entornaba los ojos a la par que apretaba sus manos sobre el cuello del hijo que nunca sabría las razones de su padre, ni aún que él lo fuese nunca.
–Me cago en Dios, Cabrón– Si tú la das, yo la quito –masculló– Y cargó el cuerpecito inerte para enterrarlo en la zona que ya no habría de conquistarle al monte, porque su único hijo había nacido sin manos.
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