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Y es que el hombre, aunque no lo sepa,

unido está a su casa poco menos

que el molusco a su concha.

No se quiebra esta unión sin que algo muera

en la casa, en el hombre…O en los dos.

Dulce María Loynaz

¿Se han ido o se han muerto? Han dejado de amar la idea del retorno y la nostalgia, lo más probable es que ya no me piensan como lugar soñado para la felicidad. Sin embargo, sigo aquí, engañada de espera, vigilando al silencio y al tiempo, conservando los rincones donde hubo orgasmos y abrazos, y dejando caer aquellos que atesoran peleas y abandonos. Aquí, mirando a las que, como yo, se han quedado solas y esperan.

Las casas tenemos la respiración de aquellos que nos habitan amándonos o violentándonos. Las casas tenemos esta necesidad de respirar a través de otros, como los ancianos que se mueren, que agonizan y sujetan esa mano que intenta el rescate de la muerte, como los niños de meses que tienen la mirada curiosa y a la vez temerosa ante el mundo que se los traga. Las casas no tenemos vida propia, si nos abandonan, morimos…

Tampoco nacemos solas, es necesario pensarnos, diseñarnos, construirnos, convocar al universo para que no se tuerza la estructura, para que no se hunda el cimiento por alguna zanja no vista, hacer cantos de odio al dios de la lluvia para que la arena se seque lo suficiente. En un país de huracanes, como el mío, las casas necesitamos también de otras fuerzas sobrenaturales para resistir el tiempo. Necesitamos de una estática milagrosa para que la miseria y el dolor no nos obligue a desplomarnos. Necesitamos de esa magia que trae la dignidad de los que no tienen más que la risa por sustento. Necesitamos del amor que engendra la violencia del cariño, que ejecutan aquellos que han sido cortados a golpe de tajazos imprudentes.

Yo fui pensada para todos los extremos. Yo soy casa milagrosa, cuya estática es solo el recuerdo y un naranjo que vive por siempre secándose, pero no muere, último intento de ser testigo hasta que desaparezca toda respiración que me habita. Mi acecho de muerte es la falta de niños correteando, la ausencia de peleas, de llantos desesperados ante la miseria, la locura o la muerte.

Todo el que se va, abandona una casa. Todas las casas esperamos la muerte por olvido o por huracanes. A veces, temblorosas y llenas de miedo al olvido, soñamos con huracanes.

Hoy ha venido alguien a verme, no le gustaba yo, pero le impresionó la zanja que hay a mi lado, pensaba que era oportuno ampliarla terminando de echar abajo lo que queda de mí. Lo he escuchado en silencio, este hombre no puede amarme, no me conoce, para él, yo solamente soy un proyecto de zanja. Así que, convencida del final, dejaré de sostenerme, dejaré de esperar. Me echaré abajo antes de que lleguen las máquinas.


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