En un abrir y cerrar de ojos dejaba de ser ella misma. Su visión se reducía a un pequeño punto que oprimía el pensamiento. Perdía el control sobre la rabia acumulada que tomaba rienda suelta y se convertía en su único motor. La impotencia la desconcertaba borrando la estrecha línea entre ella y su ofensor, convirtiéndolos en un huracán con inmensa fuerza de destrucción. Ya no había reglas. Todo valía.

Su exaltación era tan grande que a veces se desmayaba. Y si hasta el momento era una pelea de amantes impulsivos, ahora daba paso a la humillación del maltrato. Él parecía inmune a su cuerpo medio desnudo tendido sobre el suelo. Inmune a dos corazones rotos. El de su mujer y el de su hija que aguardaba el vientre de aquella. Posiblemente era el momento de ponerle fin, pero la retenía el sentimiento de culpa.

Al despertar, lo que más dolía no era su cuerpo, sino la mirada de Alicia. Aterrorizada y completamente indefensa ante tanta crueldad. Sin embargo, la última vez fue diferente. En lugar de la mirada suplicante de la niña, había un papel rosa con letras deformes. Mamá sé feliz. El tiempo se paró durante un instante y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Sintió todos y cada uno de los trozos en los que se había roto su vida.

Miró al espejo, pero no lograba ver a la mujer que había sido. El que fue el amor de su vida tomó el control sobre ella destruyéndola poco a poco. Sólo el pequeño baúl que guardaba debajo de la cama testificaba el brillo de sus ojos que desapareció hace tiempo. Dentro guardaba recuerdos de su infancia. Entre ellos la libreta de su abuela con las mejores recetas familiares. Recordó lo feliz que le hacía cocinar y que hacía mucho que no lo hacía por placer.

Tomó nota de los ingredientes necesarios para el plato estrella, se puso zapatos de tacón y cubrió sus labios de carmín. Disfrazada de falsa seguridad, salió a la calle en búsqueda de su personalidad perdida. A la vuelta, un cartel en el escaparate del Restaurante Amazónico llamó su atención: “se necesita cocinero”.

Entró sin pensar, atraída por el verde del terciopelo que decoraba la amplia sala del comedor. Sin currículum que enseñar, ofreció sus servicios inmediatos cubriendo la inesperada baja del cocinero.

-Si superas la prueba – le dijeron – el puesto es tuyo.

Cuando el gerente le trasladó las felicitaciones de los clientes habituales, sabía que no volvería a ser rehén de nadie.

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