Finalmente los maderos podridos de la torre católica cedieron ante el peso de la campana, que con su estruendo llamaron mi atención. Pasé sin emoción a observar los restos del viejo artefacto de los sonidos que antaño había sido la voz del pueblo Andino de San Camilo. Este acontecimiento y la corroída e indescifrable escritura sobre las lapidas del cementerio, eran la señal que anunciaba mi póstuma tarea. Hacia tiempo que los campos de siembra y pastoreo solo daban pedregales. Los únicos vestigios de algún tipo vida correspondían a los esqueletos blancos de las lagartijas de la época de sol.
Llovía como era costumbre. Yo estaba cerrando la última puerta cuando vi al perro mojado y gris mirándome con ojos de ternura. Asumí que era un espectro, pero su gemido lastimero con el que saludan a las ánimas, me indicó que estaba vivo. Confiado se acercó buscando mi caricia de humano.
- – Hasta el alma de los muertos se las lleva esta llovizna fría. Cuando me vaya, ya nadie escuchará tu queja de hambre y soledad. Cuando cese la lluvia deberías irte – insistí con el animal – Como vez, aquí todo se está yendo. Ya este pueblo ni siquiera tiene nombre, alguna vez dejaron de nombrarlo. Igual pasará contigo Perro Gris, sin raza, sin caricias, hasta sin pulgas. Con esos descuidados pelos que tienes por piel y que parecen harapos de mendigo.
Con estas palabras, intenté disuadirlo de que se marchara de aquel pueblo muerto. Pero se echó en la acera, bajo el escaso techo que quedaba de la casa de la cultura. Di un último vistazo al interior donde solo subsistían algunas portadas de los libros, que aun se resistían a la intemperie, como suele resistirse a morir la buena literatura.
Con presteza, uní las argollas y coloqué el candado. Ya todas las puertas estaban cerradas. El perro gris con su jadeo y lengua colgante, me miraba expectante. Me senté a su lado a contemplar el agua unirse en diminutos arroyuelos y viajar calle abajo sin destino.
Emitió otro gemido y metió su cabeza entre las patas delanteras, sin dejar de mirarme. Parecía entenderme, con su misterioso y desarrollado sentido de las presencias. De pronto se incorporó y miró alrededor, buscando alguna justificación para irse. Estuvo así unos minutos, hasta que desistió y volvió a echarse.
Perro Gris tuvo un amo, una casa, comida y caricia de hombre en lo que alguna vez se llamó San Camilo. Fiel como perro genuino que era, no quiso abandonar sus mejores recuerdos. Yo tuve que abrir las puertas, quedarme y acompañarlo, era mi deber y además no pude resistirme a confortar su vocación de abandonado. Hasta que meses mas tarde el hambre dio cuenta de la vida del animal, terminando mi misión. Perro Gris emitió su gemido lastimero que solo nosotros dos podíamos escuchar, justo cuando los elementos que constituían nuestra presencia eran disueltos en el agua de la lluvia para no volver jamás.
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