Hoy llueve triste y me ha contagiado. Tengo el día tonto. De esos que se enredan los recuerdos en la garganta y te asfixian. Soy Gloria. Soltera, cuarentona y portera quince horas al día. También soy muda e invisible a tiempo parcial. Eso depende de los vecinos. Mi mundo se reduce a una pequeña estancia donde vivo y un recinto acristalado desde el que observo, leo y callo. La lectura es mi pasión tardía. Con ella sobrevivo a la monotonía de los días y a las noches desganadas de sueño.

Cuando llegué a este edificio, hace muchos años, lo habitaban propietarios con cierto status, serios y distantes pero muy educados. Yo era hermosa, tímida y mi vocabulario escaso, evitaba hablar y respondía a sus saludos con una estudiada sonrisa. Enseguida comprendí que ellos tampoco buscaban conversación por lo que la rutina nos llevó a un lenguaje de gestos y saludos mudos. Siempre fui amable aunque no cariñosa, atenta pero no servicial y educada sin caer en la cursilería. Cada mañana tras vestirme de gris y silencio, enfundaba los guantes, abrillantaba pomos, espejos, barandillas y buzones. Entregaba correspondencia y paquetes, bajaba la basura y recibía aguinaldo en Navidad.

Todo eso ha cambiado. El edificio ha venido a menos y la grosería a más. Aquel “saber estar” ha muerto o vegeta en residencias de ancianos. Sus vástagos han alquilado los pisos a estudiantes ruidosos, matrimonios recién estrenados y nuevos solteros con marca en el anular y en la mirada. Ahora recojo publicidad del suelo, barro colillas y desincrusto escupitajos y labios tatuados en los cristales. Para este nuevo vecindario además de muda soy invisible. Salvo excepciones, entran y salen sin saludar, se manosean apoyados en los buzones o discuten acaloradamente como si la figura que está sentada tras el cristal de la portería fuese de porcelana.

Mi jornada comienza a las seis de la mañana, cuando Adela, la enfermera del sexto, regresa del turno de noche y termina cuando la viuda del segundo sale dirección al bingo. Entonces, abro la puerta que hay al final del pasillo y accedo al apartamento donde duermo conmigo. Tengo una nevera que relleno semanalmente. Una cocina de gas, una cama, un armario con espejo y tres vestidos. El mejor lo reservo para ocasiones especiales que nunca llegan. Los otros se alternan semanalmente bajo mi bata gris. Sobre el armario una maleta con libros, fotos y un camisón de seda sin estrenar regalado por un novio que tampoco estrené. Me desvisto y leo un rato antes de invocar al sueño. En los últimos tiempos a esta hora me invade un cansancio amable y dulce, una especie de melancolía domesticada. Una desconocida necesidad de hablar.

Para los vecinos formo parte del mobiliario. Me ignoran sin pensar que conozco sus horarios, hábitos, secretos y miserias. Observo la nota que se desliza con disimulo en el buzón equivocado y la mano temblorosa que la recoge. Envidio ese temblor. Contemplo el caminar derrotado del señor Quiroga, maletín en mano rumbo a su trabajo y desvío la mirada cuando aparece ese apuesto joven que el ascensor deposita justo en su planta, donde permanece hasta media hora antes de que regrese el agotado señor Quiroga.

En estos años solo intimé con una vecina; la señora Petra. Con acento y porte argentino, alta, delgada y elegante. Ropa impecable y moño perfecto. Cuando enviudó se dejó arrastrar por la tristeza, se la llevó corriente abajo y no pudo agarrarse a nada, salvo a mí. Pero no conseguí retenerla. Un día me pidió que la trajese medicamentos de la farmacia. La semana siguiente me dio la lista de la compra. Poco a poco me instalé en su vida y ella en la mía. Hacía sus recados, ordenaba su casa y después tomábamos un té con exquisitas pastas de mantequilla. El día que no abrió la puerta cuando llegué con la rodaja de merluza y los yogures desnatados supe que había vuelto a su Argentina natal, mortal. Abrí con la llave que tengo en la portería, estaba en la cama, su impecable moño blanco era una mata de canas deshilachadas sobre la almohada. Lavé su piel de seda vieja, la peiné y llamé a la Policía. Se fue al cielo en camisón de hilo color crudo. Ese día me permití encerrarme en mi cuarto y llorar su pérdida durante toda la tarde. Nadie se enteró. Es la ventaja de ser invisible.

Sus hijos alquilaron el piso a Paquita y sus tres perros vestidos como niños y atiborrados de salchichas de marca. Les habla con la misma ternura que lo haría con sus hijos inexistentes. Tras el paseo canino, regresa con el paraguas goteando y varias revistas bajo el brazo, donde elije esos caros modelos que ella vulgariza convirtiéndoles en disfraces. Es buena y necesita repartir su bondad; cualquier día en un ataque de flaqueza se la acepto.

La grotesca imagen de Paquita, disfrazada de niña jugando a ser madre, despertó la paquita que duerme en mí. Mis emociones rara vez asoman, pero hoy se alborotaron con la lluvia. Diluviaba el día que Marcos con el pelo mojado y un ramo de flores me pidió un trozo de mi vida. Abrí el paraguas y no le permití rebasar mi barrera protectora. Se fue despacio. Llevaba agua salada en las mejillas y amapolas rotas en el alma. Desde entonces, todas las lluvias me traen su imagen borrosa y me da pereza el futuro. Me pesa su ausencia. No quiero imaginar que ya besé el último beso. Necesito dejar de ser portera de otras vidas para ser reportera de la mía, salir de la trinchera y que me alcancen las balas. Mancharme de mundo y que él me bañe y me seque en un abrazo. Que mi teléfono suene a deshora y al otro lado escuche risas. Que alguien me peine y me ponga mi camisón de seda antes de mi único y último viaje. Puedo ser la portera de tu edificio ¿me has visto hoy? Baja y mírame…

FIN.

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