Fuego, calor, nervios, expectación, los colegios daban el pitido de salida. Cada año era el momento más esperado por todos, un momento mágico, caótico tal vez, en el que todos los vecinos, en menesteres diferentes, pero en una sincronización que hoy después de 30 años aún no he conseguido comprender, mucho menos intentar poner en practica, nos fusionábamos en el inicio del verano. Ya unas semanas antes, los más atrevidos, no haciendo mucho caso a los que intentaban impregnarnos de algo más que sentido común, nos lanzábamos a la búsqueda de cualquier objeto que cumpliese una doble misión, la de abultar y la de arder, siempre dentro de la magnitud «máxima posible».
Las guerras entre bandas siempre son difíciles, con los años he creído que esto no era menos que una guerra entre bandas, mejor dicho entre barrios, mejor dicho no era una guerra, solo una pequeña disputa juvenil por ver cada año quien de los dos barrios contiguos, en un pequeño pueblo minero del norte daba la mejor bienvenida al verano.
Desde bien pequeños nos empleábamos a fondo desde los días previos, con un objetivo muy concreto, vaciar todos los trasteros de los vecinos de todos los senseres, sobre todos muebles viejos, que ya no iban a tener una segunda oportunidad y que su único aprovechamiento sería el de competir por una buena causa juvenil. Los tiempos cambian, estas en tu casa, tocan el timbre y te encuentras con unos muchachos que te piden que colabores con ellos en esta batalla particular, no podrás, hoy todo tiene una segunda vida, y una tercera, y una…, hoy no renunciarías a poder sacar unas pocas monedas por algo ya totalmente amortizado.
En esta batalla no estábamos solos, no era solo una batalla de niñ@s, era la batalla de todas las generaciones, cuando digo todas, son todas. Cada miembro de este ejercito tenia un rol claro y concreto, no se molestaba con el de al lado, para ser sinceros más que un ejercito éramos como una banda de estorninos, en sintonía pero difícil de entender su organización. Las abuelas de encargaban del chocolate, cada una en su casa y en la cazuela más grande posible, para después mezclar todos los chocolates en una aun mayor, cada una con su receta pero sorprendentemente con un mismo sabor que hacia no poder averiguar a la creadora de poción mágica. Las madres y los padres se ocupaban de que no tuviésemos ningun accidente y de agrupar todos los alimentos untables en la poción mágica, que a posterior nos darían a todos la fuerza para aguantar hasta poder ver última llama de nuestra creación. Llegado un momento de la noche, los mayores tomaban el mando y los aprendices hacíamos la única función a la que realmente estábamos preparados para realizar, la de aprender.
Los dos barrios competíamos, por tener la hoguera más grande y la fiesta más atrayente, pero se nos olvido algo fundamental, poner la marca que nos levantase victorioso a uno u a otro. De manera que pasando los años nuestras ganas y nuestra experiencia fue aumentando y seguíamos en una batalla que nunca tenía final, nos era imposible poder decidir quien había ganado. Como siempre, llegado un momento, los mayores pusieron la cordura por la que se les encomienda estar y nos hicieron una propuesta a los más jóvenes, siempre en individual ya que en colectivo nunca habríamos aceptado.
La idea era sencilla, para nosotros entraba a romper de lleno el sentido por el que durante los últimos 7 años habíamos peleado cada verano, juntar las dos batallas en una sola, una sola batalla para todos, unir las fuerzas, juntar las destrezas, los alimentos, hacer aún la noche más fuerte, más impactante. Y desde luego que lo conseguimos, al inicio muy a regañadientes, dado que ahora ya no solo íbamos a recoger los muebles solo con nuestros vecinos, también con los que hasta ese momento erán nuestros rivales. Cuando comenzamos a ver el resultado sabiamos que lo que estábamos construyendo sería algo para recordar.
Hoy aún lo recuerdo, la hoguera comenzó a arder, la más grande que había visto nunca con una fuerza descomunal, tal fuerza que todos los vecinos que vivían a menos de 200 metros de la hoguera, y erán bastantes, esa noche y las posteriores tuvieron que dormir sin poder bajar sus persianas. Este material que en el norte resiste a viento y lluvia casi a diario, se vio reducido como si del mismo chocolate que nos estábamos bebiendo en ese momento se tratase.
Esos mismos mayores, dueños de la sabiduria, que dos meses antes habían puesto toda la cordura del mundo en unos jóvenes que no sabíamos lo que estábamos haciendo, fueron los mismos que una semana más tarde, ahora si en colectivo, nos comunicarón que debía de ser el fin de aquella magnifica batatalla. ¿Que hubiese pasado, si los que guardan la llave de la expericiencía, nos hubiesen dejado seguir con nuestra batalla juvenil, sin interferir?. Con el paso del tiempo, lo tengo claro, los niños no manipulan el sistema y les va muy bien, nosotros, los adultos tampoco lo manipulamos, queremos controlarlo y en muchas situaciones, más de las que nos gustaría, no va muy mal
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