El cuarto mandamiento

El cuarto mandamiento

Javier Reiriz

01/10/2018

Xacobe pisaba la aldea de Mourante por primera vez, aunque ya la había idealizado en su mente mucho tiempo atrás. Su autoritario padre le había hablado de la magia que desprendía el lugar y de la paz que allí reinaba, pero el sitio que su padre le había descrito en su exilio no se parecía en nada al que tenía delante. En su lecho de muerte le había hecho prometer, con la vehemencia que le caracterizaba, que una parte de la cuantiosa herencia que iba a percibir tendría que ir destinada a reconstruirla y a hacer de ella un lugar habitable. Xacobe renegaba, como siempre, porque no lo tenía claro. Conseguir que algo decadente volviese a tener vida después de medio siglo no iba a ser fácil. No cabía duda, su padre, que siempre había cuestionado sus decisiones, parecía jugarle ahora una nueva mala pasada.

Se le cayó el alma a los pies. Ya le habían advertido del mal estado de las edificaciones, pero nunca pensó hasta qué punto necesitaban de una restauración. Los tejados estaban hundidos y las tejas rotas y esparcidas por un suelo invadido por la vegetación. Las vigas que los sustentaban, arrogantes en tiempos pretéritos, se habían comido su orgullo y habían sucumbido al inexorable efecto de la putrefacción. Las ventanas ya no existían. Algún romántico se las habría llevado para apartarlas de la inmensa soledad que allí se respiraba. Vidrios rotos que alguna vez maridaron con visillos; tules que escondieron miradas furtivas; estancias llenas de moho y sin vida que cobijar. Todo estaba en la más absoluta ruina. Solo quedaban en pie los muros, paredes de esa piedra hercúlea y de buen porte que tienen las casas gallegas, siempre impregnadas de magia y de misterio.

Cuanto más maduró la idea, más seguro estuvo Xacobe de que lo que su padre le proponía tenía cierto fundamento. Por un lado iba a permitir el resurgimiento del lugar, atrayendo a gente para poblar la aldea. Por otro le permitiría reconducir su vida, algo perdida a causa de sus malas compañías y pésimas inversiones. ¿Sería eso lo que su padre pretendía?, ¿alejarlo del mal camino?, ¿habría detectado el viejo sus problemas y había actuado en consecuencia? Si era así lo había juzgado con demasiada dureza. Decididamente, llevaría a cabo el trabajo y haría de la aldea un lugar para el turismo rural y la gastronomía. No era lo que había planeado para su futuro, pero el viejo había sido muy persuasivo jugando con su testamento. Había preferido irse a la tumba dando a entender que le imponía penitencia, pero nada más lejos de la realidad. Lo que Xacobe no fue capaz de entender en el duro día a día le estaba pasando ahora factura. Se llevó las manos al rostro y lloró. Lloró con rabia, por no haber sabido leer lo que a todas luces se trataba de amor paterno. ¡Qué astuto el viejo! ¡Después de todo el muy jodido lo quería!

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