Dejó a los niños en el colegio y pasó por el mercado. Compró huevos, los pequeños, que son más baratos, compró tomates y verduras para hacer un potaje. Tenía mermelada en la nevera, galletas simples y pan de molde, así que con unas tortillas francesas para bocadillos, galletas con mermelada y pan con tomate, garantizaba las meriendas de algunos días. El potaje duraría por lo menos dos días. Luego pasta. Luego arroz.
Volvió del mercado. Organizó una mañana de limpieza: poner la lavadora, preparar la comida, fregar los suelos… La radio siempre le hacía compañía en esas horas regaladas al hogar. Cuando escuchó el tema del día hizo una pausa, se preparó un café y se sentó en la mesa de la cocina. Los efectos de la crisis, por lo visto, están implicando que los españoles acorten sus vacaciones y elijan destinos más cercanos, de la misma manera, gastan menos en las rebajas, reducen las comidas en restaurantes, y más, y más. Con el revés de la mano limpió los dos silenciosos lagrimones que resbalaban por su cara. Apagó la radio. Se acercó a la mesilla del salón, cogió la notificación del banco y la arrugó entre sus dedos, dejándola aprisionada en un puño que encerraba toda la rabia de la incomprensión. Las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas, pero ya no las limpiaba. Ajustó su tiempo al desahogo y las tareas pendientes. Cuando le hubo sacado punta a todos los minutos disponibles, se arregló el pelo y se pintó la sonrisa.
Caminó con su paso ajustado a su control del tiempo. Cuando las horas le sobraban, hacía mil años, reflexionaba mucho, analizaba. Ahora había perdido la costumbre. Andaba sintiendo el contacto de la prisa de la gente que compartía la acera. Todos encadenados a las horas. Sonrió. Era como si ella hubiera hecho un pacto con los latidos de los relojes. Hacía una eternidad que había empezado el día, no había corrido a la oficina después de limpiar el banco, ni a casa a levantar a los niños después de limpiar la oficina, ni al colegio con ellos después de un desayuno con algunas risas y algunos enfados. No corría ahora mientras ajustaba su paso para llegar a aquel edificio de escaleras de aquel color demasiado claro para su gusto. La presidenta de la comunidad le dijo que ahora también debía encargarse del cuidado de las plantas nuevas que habían comprado para los rellanos. Al menos en el otro edificio no hubo ninguna novedad.
Cuando recogió a los niños les prometió que esa tarde irían a la gasolinera a inflar el balón. Hacía buen tiempo para pasar la tarde fuera.
Mañana sería otro día.
Ella, podría llamarse Cándida.
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