El día se asoma perezosamente y apresuro mis pasos para llegar antes a la cita. Voy templando la esperanza de que una palabra casualmente pronunciada, el sobresalto de una idea inoportuna o una comparación dicha al azar, puedan remover en el paciente estados psíquicos latentes que inicien la puesta en juego de complejos infantiles y en esa trama, poder acercarme a encontrar su verdadero ser, encastrado en la ahuecada frase “soy adicto”.
Imagino que el paciente adicto quizás estaría, por ser lunes, en estado de duermevela o posiblemente teniendo una gran resaca. Jorge, mi paciente, se quedaría acaso con los párpados entornados bajo oscuros anteojos robados de un manotón y el pochito de largo alero, hundido hasta la nariz. Dilatadas las pupilas y pegoteados pesadamente los labios, apenas si podría contar algo. Sus historias estarían, como siempre, hechas de retazos nocturnos, de flashes de conciencia. Hilvanaría la realidad no vivida y tratando de darle un poco de creencia a su relato, lo mecharía con mentiras e inventos, sueños o ideas descabelladas. Lograría así, una aleación extraña de lo real con lo fantástico, de las que sacaría conclusiones absurdas, que solo se las podría sostener teniendo en cuenta su patología psicopática. Pese al tono de inlograda veracidad surgiría innegablemente la sospecha de lo falso, pero ese mundo irreal tiene en el fondo una realidad indiscutible: se desarrolla en el aquí y el ahora y es el contenido de su afiebrada mente.
Su caminar abúlico y vacilante, con sus treinta y tantos a cuestas, atesoran su falta de perspectiva en la vida. No acepta, ni aún hoy, los conceptos tradicionales, ni la racionalización de las formas de vida común. Se mueve con una seguridad engañosa y toma coraje si entre sus huesudos dedos aparece de la nada una trincheta afilada, como para dar un buen puntazo o si sostiene bien apretado un revolver entre sus manos, aunque la mayoría de las veces éste pueda soltar un solo tiro o sea inservible. El mostrarlo asusta y le da, brevemente, cierto poder placentero.
Vive en un estado de semi-inconsciencia que se despabila con el impulso de una ambición o de la pasión que siente al consumir alucinado, con la mínima razón suficiente para darse cuenta de que se siente muy mal. Algunas veces logra tomar conciencia de su locura y del sacrificio que le es ser adicto.
Errante, sin domicilio fijo, vive en pequeños espacios que suele encontrar cerca de las sanmartinianas vías o en recovecos que hay en la estación del Roca. A veces se puede lavar la cara en los baños de las estaciones de servicio con agua barrosa que sale de las endurecidas y oxidadas canillas. Huele mal, su rostro es áspero, de piel arrugada en los espacios que no ha sido agujereada o cortada, restos de enfrentamientos. Luce ropa robada, de dos o tres tallas más grandes que su escuálido cuerpo trata de sostener.
Sin embargo tiene una sabiduría que le permite sobrevivir. Conoce a sus pares, sabe qué es lo que hacen, sabe dónde se vende la mejor droga, quién la trae, quién la comercializa, quién roba y quién mata. Estar al cabo de la calle le ha enseñado a distinguir a los policías, a los narcos pesados, a los punteros y a la “hermana superiora”. Distingue cuál es el restaurant que le puede dar los restos de comida más ricos y abundantes, que, aunque no tenga hambre, sabe que debe comer algo, o como él dice: “embuchar algo”.
Él también sabe robar y matar, cosa que ha hecho varias veces y lo harelatado sin demostrar culpa. El primer muerto fue durante un partido de fútbol, estaba alucinado y en la lucha le metió a otro hincha, la trincheta hasta el fondo. Tomó conciencia cuando el asesinado abrió los ojos desmesuradamente y un “compa” le tironeó de la remera y le dijo: “rajá, boludo, ¿qué hiciste?, rajá” y él obedeció. Rajó y como no se hizo ver por mucho tiempo no lo agarraron. Del segundo no zafó. Estaba “de visita” en casa de su abuelo, que era su escondite preferido compartido con su padre, quien afín en estos menesteres había fallecido en esos días. Borracho como una cuba, compartiendo vino con un vecino, trataba de licuar la angustia mezclándola con porros y cocaína. Se dio cuenta, luego de “una línea”, que estaba bastante borracho y le dijo al vecino que no quería continuar bebiendo más. Aquél, por miedo a quedarse “seco” le soltó alegremente: “gallina como tu padre”, frase que pudo decir solamente una vez. En ese mismo instante se abalanzó sobre el vecino y subiéndose a horcajas sobre su abultado vientre, le agarró del pelo y le tiró la cabeza hacia atrás obligándolo a mirar el cielo y con un tramontina le marcó el cuello febrilmente, más de veinte veces. Cuando llegó la policía aún le estaba redondeando el cogote.
Esto le valió una condena de seis años de prisión. Su abuelo era el carcelero y pudo conseguir que por ser menor sólo cumpliera un año, con la condición de iniciar diariamente tratamiento psicológico contra las adicciones durante tres años, en el Instituto público donde trabajo. Tardó más de un año y tantos en contarme completamente lo sucedido, siempre decía que no se acordaba de nada y repetía de memoria lo que había testimoniado el cana que lo agarró.
Llegó.
-“Hace rato que he cumplido con la condena del juez, pero igual quiero seguir viniendo. Ya he cambiado de vida, ahora estoy del otro lado… me gusta estar de cuidador en un supermercado. Algo de lo que me dijiste o de lo que hiciste por mí, me rompió la cabeza y me hizo pensar… Quiero seguir… ver hasta dónde voy…”
Sí. Él ha cambiado.
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