Había vencido a todos los demonios. El sufrimiento le había abierto las puertas del alma. Sabía que la casa de su padre no estaba decorada con campanarios, ni altares, ni confesionarios, ni nada. En sus noches frías había librado sus batallas en el desierto y, mientras más profundizaba en su espíritu, más se alejaba de la tierra. Seres tan simples como las arañas, los escorpiones y las serpientes le habían mostrado en esencia toda la naturaleza.

“Nunca podrá el hombre elevarse por encima de su condición mientras no entienda los principios que me ha enseñado el razonamiento—se dijo levantando la cara y observando el bello azul celeste del cielo—. Valdrá la pena el sacrificio porque demostraré leyes básicas: no incites a la violencia ni respondas con ella, respeta todo lo ajeno, ayuda a tu prójimo, entiéndete a ti mismo y podrás entender a los demás y recuerda que dios eres tú, está en tu interior”.

Sabía que no le comprenderían, pero ya no era importante. La verdad iba a sobrepasar todo lo existente. Se levantó y emprendió la vuelta. Por momentos su cara se desfiguraba, dudaba de sus semejantes. Los veía poseídos por sus bajos deseos, destruyéndose a sí mismos y a los demás. Preguntó en voz alta y recibió la respuesta.

“Eres portador de la verdad. Olvida que eres mortal, tu cuerpo es una coraza que te sirve para andar por este mundo, pero existen el tiempo y las leyes universales. No sabes qué habrá dentro de tres mil años, no sabes si la humanidad existirá dentro de diez mil e ignoras qué pasará cuando se apague el sol; pero quizás hasta ese momento se hablará de ti y se dirigirán a ti para estar con nosotros. Ve y haz lo que te toca hacer. Estaré a tu lado y tú estarás con todos. Tu obra es tan importante como la moral, la ética y el amor. Serás imprescindible para tus hermanos. En cuanto encuentres al primer hombre lo descubrirás por que ya no eres tú. Ahora eres la pregunta que lleva a la verdad y quien use tu nombre para el mal se lamentará hasta sus últimos días en su infierno propio”.

El sol alcanzó su cenit y los animales se ocultaron. El viento no soplaba y la arena era una brasa. Siguió adelante y vio un caserío en la lejanía. No quería sufrir ni morir torturado, sin embargo, pensó en los pasajes hermosos de su vida e imaginó los que vendrían. De pronto, se le acercó una mujer que al verlo le ofreció agua. Lo miró con curiosidad, a pesar de que su aspecto era el de un pordiosero, sus ojos estaban iluminados y su cuerpo radiaba una energía especial, era inevitable amarlo. Sonrió, abrazó a la mujer y se fue a reunir con la gente. Quienes lo vieron le preguntaron si había descubierto la verdad. El movió la cabeza.

“Todo está aquí”— dijo feliz, tocándose el corazón—. Entonces lo abrazaron y sintieron que decía la verdad.

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