Vivo en un barrio de paredes de colores invadido por los perros. Perros negros y marrones. Y con gatos peleadores y pulgosos recluidos y saltando entre terrazas y balcones.

Yo creía que él temblaba con el ritmo del tumulto, de los pies, del instrumento solamente los fines de semana.

De repente se nos hizo primavera y la noche, que se cuela por el espacio que me dejan las imperfecciones de esta casa vieja, me empuja para afuera, a la calle, a la vereda. Me dice que no tiene que quedar nada que se interponga entre el cielo y yo. Ni techos, ni pisos, ni cristales maltratados, ni nada.

Cuando hice caso empecé a entender que esto tiembla igual todos los días, o todas las tardes, más o menos a la hora que se va el sol.

La gente sale a la puerta de la casa y se cuentan cuentos con palabras bien elegidas. Tienen unas voces profundas, oscuras, y por eso parece que todo lo que dicen es poesía.

Y baile hay porque las niñas, también en su tertulia de exteriores, no saben hacer nada sin bailar. Son su propia música. Cantan versos que por las letras de arcoiris y mariposas parecen aprendidos en el jardín de infantes, pero tienen una solemnidad en el ritmo, una certeza en su infantil afinación que me impresiona y me da envidia.

Entre el río y yo hay pasto, y como en cada lugar que es reclamado por el verde, hay championes persiguiendo una pelota.

Vive más en la excusa de la noche. Es renegado, adolescente y rocanrol, por eso a esta hora se despierta.

Casas, calle, plaza, cancha, rambla, río. Yo al medio de todas esas cosas. Vinieron a mí tres mujeres, tres ángeles drogados, de caras ensombrecidas y pelos desordenados. Se sentaron a mi izquierda, a mi derecha, por todos lados, interrumpieron las risas desbocadas y se presentaron.

Jugaban a cualquier cosa, me convencían de los juegos y hablaban sobre las palabras. Cuando encontraron una que les gustó mucho la repitieron varias veces.

Una de ellas, la que más hablaba, se ocupó en apreciar unos segundos el silencio. Quiso atrapar el sonido que hacían las cuatro hamacas en su esfuerzo por sostener los cuatro cuerpos – el mío y los de ellas.

Como una cosa que no se piensa, pero que no se evita ni se esconde, ella se unió a los fierros oxidados y se puso a cantar diram dam, diram dam, diram dam como olas suaves e imperfectas de agudos y de graves cuando esos péndulos que éramos, más o menos sincronizados, iban y venían despacito. Otro ángel percutía con los pies cada vez que llegaba a lo más bajo de su arco tum tum, tum tum.

Para nadie fue raro sumirse en esa música de hamacas, voz y champión sobre concreto.

El tercer ángel tenía los ojos perdidos en algo que no era el cielo, ni era el río, ni era el verde, pero que era igual de grande que esas cosas.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS