Era un niño, la mañana estaba radiante en aquel lugar poblado de verdes árboles, que tenía por techo un cielo azul alegre, todo era gustoso, pero la mejor noticia: No había que ir al colegio. Pensé que ese sería un día muy feliz; pero aquella emoción fue trastornada por la embriagada figura de mi padre que me llamaba desde un lóbrego rincón de la casa, movía torpemente la mano, haciendo un ademán que me decía:»acércate».

-«¿Qué quiere?»- le pregunté.

Repondió:-«Mira, no hay dinero para comer hoy, así que…»

Yo sabía qué significaban aquellas palabras, ya me veía caminando hacia la tienda, cabizbajo y avergonzado, y es que, esa petición solo podría referirse a una cosa, yo debía ir a comprar, o por mejor decir, a recibir al crédito, todo lo que mi madre necesitara cocinar aquel día. Las palabras que prosiguieron al «así que…» confirmaron mis deducciones. Esta escena se repetía numerosas veces.

Si estaban presentes los amigotes de mi padre, él mismo proponía darles de comer, pero no había un centavo; y como la miseria no quita el hambre sino que la aumenta, de alguna manera, debía haber comida, la cual no podía comprarse a falta de dinero, así que alguien tenía que pedirla al fiado, ahí entraba yo, nadie mejor para esa tarea…

Y finalmente me dejaba ver en las calles, caminando al compás del reloj, esperando que no hubiesen más personas en el lugar al que iba, llevando conmigo una libreta en que sería anotada cierta cantidad de números que más tarde, cuando mi padre estuviese sobrio, sería cancelada por él.

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