SECRETOS COMPARTIDOS

SECRETOS COMPARTIDOS

Haydee Papp

19/09/2018

Aquella noche de tormenta,subí sigilosa los escalones de la escalera caracol que me llevaba al desván. Un lugar oscuro, invadido por telarañas. El aroma a moho me sacudió. Pensé en las ratas, por las noches las escuchaba corretear y un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Pero ni el temor a esos roedores repugnantes me hizo desistir de mi propósito.

El haz de luz de la linterna lo descubrió. En un rincón, debajo de una estantería abarrotada de revistas de moda del año 40 me esperaba el arcón de mi abuela. Me arrodillé frente a él y lo abrí con respeto. Tres polillas indiscretas salieron volando, probablemente indignadas por mi intromisión.

Mi mirada voló hacia el objeto de mi búsqueda. Debajo de un vestido color sepia asomaba el álbum de fotos de la familia. Fotos antiguas preñadas de anécdotas.

Tomé el álbum y lo abracé. Al hacerlo, sentí vibrar el espíritu de mi abuela, de mi padre y de tantos otros desconocidos relacionados a mí por la sangre. La calidez de mi abuela flotaba en el ambiente. La percibí sorprendida.

Una pequeña caja de madera repujada desvió mi atención. Al abrirla, se asomó una bailarina ejecutando deliciosas piruetas al son del Vals de las Flores de Tchaikovski. Recuerdo que siempre la veía bailar mientras mi abuela bebía su acostumbrado té de hierbas. Decidí llevármela también.

Regresé a mi habitación. Dejé la cajita musical sobre la cómoda y comencé a hojear el álbum. Me detuve en las dos fotos que me interesaban. Estaban una al lado de la otra.

¡Cuántos recuerdos! ¡Uy!… aquellas tardes de siesta obligatoria en que me escapaba al dormitorio de mi abuela. Me acostaba con ella y así, muy juntitas, me narraba las travesuras de mi padre y de mi tía siendo niños. Me fascinaba escucharlas.

“Ni te imaginas los glotones que eran esos dos bribonzuelos”, me contaba con nostalgia. “Antes de almorzar, aprovechaban que yo estaba distraída preparando la comida y a escondidas asaltaban la lata de galletas de chocolate y avena. Al descubrirlos, los corría alrededor de la mesa de la cocina con la cuchara de madera y ellos huían riendo. Para ellos todo era diversión.

A tu tía le encantaba mecerse en una hamaca que tu abuelo puso especialmente para ella en el jardín trasero de nuestra casa, mi añorada casa de Hungría. Ella se hamacaba y yo le leía los cuentos de Andersen. Su preferido era El Patito Feo».

Escapando de los desastres ocasionados por la Primer Guerra Mundial y buscando nuevos horizontes, la familia emigró a América. En 1923 desembarcaron en el puerto de Buenos Aires.

Los comienzos fueron duros, especialmente para los niños.

“Una vez instalados en la zona de Dock Sud, donde tu abuelo consiguió empleo en la compañía que suministraba electricidad a la provincia, envié a tu padre y a tu tía al colegio. ¡Cuánto sufrió mi pequeño! Al no saber el idioma, los compañeritos se burlaban de él y le hacían vacío. Pero lo peor fue el trato que recibió de su maestra. ¡Le pegó con una vara de sauce porque no le respondía cuando ella lo interrogaba! ¿Y cómo iba a hacerlo si no le entendía?”.

Cerré el álbum. Lágrimas de melancolía comenzaron a deslizarse por mis mejillas.

¡Tantos recuerdos olvidados y vueltos a renacer por aquellas fotos! ¡Tantos secretos compartidos con mi abuela en aquellas tardes de siesta! Ella solía decir: “Conocer tus raíces te hace fuerte, nunca reniegues de ellas”.

De repente sonreí al creer escuchar la voz de mi abuela diciéndome: “Besitos de miel para la abuela Ethel y a soñar con los angelitos”. Así solía darme las buenas noches. Besitos de miel…

¡Cuánto te extraño nagymama (abuela)!

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