Réquiem por el abrazo no dado.

Réquiem por el abrazo no dado.

Amanda Smidth

17/12/2016

A la salida del trabajo, como todas las tardes, Sarita se dirigió a la parada más próxima. Con gesto hastiado y malhumorado se resignaba a pensar que así seguiría el resto de sus días. A veces imaginaba su jubilación, soñaba cómo pasaría las horas haciendo lo que más le gusta, tal vez aprendiera a tocar un instrumento, o un nuevo idioma, seguro que viajaría bastante. Contaba los días que faltaban pero el vértigo le hacía perder la cuenta. El morro del bus apareció y un chispeante giro de voluntad o un acto reflejo o un hilo pendido del cielo, a saber qué misterio nos mueve a veces, hizo que saliera caminando. Decidió patear las calles. ¿Por qué no? Disfrutaba escudriñando fachadas, intuir qué tipo de almas escondían, observaba los andares y los gestos de la gente. Cegada por el esfuerzo de leer folios y folios en un agujero mal ventilado, cargado de aire rancio y saturado, ahora la luz del sol en sus pupilas la devolvía al mundo.

Y así, un pie delante del otro, se adentraba en la calle Alfonso, una de las más transitadas de la ciudad. Los letreros luminosos, los escaparates disparando ofertas y ocasiones, todo un reclamo a la atención de los viandantes que entraban y salían de los establecimientos cargados de bolsas. En una esquina una mujer, violín en mano, ponía banda sonora al espectáculo. Pocos reparaban en ella, aunque hubiesen pagado una buena cifra por asistir a un concierto de cartelera. A Sarita le pareció tan buena que se detuvo a escuchar y esperó a que terminara la pieza. Buscó en su monedero entre lo poco que llevaba suelto y dejó caer poco más de un euro en una funda desgastada. Por el acento del “gracias” dedujo que era rusa o de algún país del este.

Dos esquinas más abajo se fijó en unas piernas desgarbadas y un cuerpo delgado bajo una maraña de pelo sucio por la que asomaba una mirada penetrante, ojerosa, pero al mismo tiempo limpia y cercana. La silueta cruzaba y descruzaba la calle en una expectación que llamaba al fisgoneo y al curioseo de los transeúntes, aunque sólo inspiraba desconfianza y escrúpulo. Bajo la barba enredada una voz ofrecía a gritos un abrazo, una sonrisa, un beso. Sarita sintió lástima por el tipo y por un momento dudó. Nadie se acercaba. De haberlo hecho el premio era seguro, una familia de piojos y un perfume duradero. Sin embargo él insistía en ofrecer sus afectos a cambio de nada. Sarita no llevaba más suelto en los bolsillos. Pero, otra vez por ese algo que nos mueve, decidió dejar un billete de cinco euros en una latita medio oxidada que había en el suelo. Lo hizo con disimulo para no llamar la atención del tipo, pero al barbudo no se le escapaba detalle y se encaminó hacia ella brazos en cruz. Sarita le lanzó un beso al aire con la mano y apresuró los pasos. Por un momento se sintió más sucia que él. Pensó en la dignidad de las personas, en la libertad. ¿Sería ese hombre más libre que ella? En la calle pululaba la vida, la soledad, la miseria, la solidaridad, la injusticia, las ganas de encontrar a alguien o algo que cambie las cosas.

Aquellos ojos se habían ido con ella. Avanzaban juntos hacia su casa, ya próxima. Sólo tenía que cruzar el puente de piedra, el viejo puente que unía la tranquilidad de su barrio con el caos de la ciudad. Y fue allí mismo, sobre el río, en la mitad del viejo puente cuando recordó esos ojos. No eran los ojos, era la mirada, cómo la miraban a ella. La misma mirada que bastantes años atrás y en ese mismo puente la acompañaba entre risas, palabras y más palabras. Estudiaron juntos, amaron juntos, gozaron juntos, debatieron juntos. Cómo olvidar aquella esencia encajada en sus días, en sus noches, en su todo. Como tampoco olvidó las palabras que él pronunciaba con una convicción envidiable: “Jamás seré esclavo de nada ni de nadie”. Una día desapareció sin dejar rastro. Salió de su vida sin una explicación, tal vez porque no la hubiese. Y empezó su derrumbe.

Soñaba con un último abrazo desde entonces. Y hacía tan sólo unos pasos acababa de comprarlo por cinco euros. Para perderlo después.

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