La puerta se entreabrió y Vic asomó sus rubios rizos. Había regresado; para mi sorpresa estaba frente a mí.

Lucía igual que cuando se fue. Ese mismo brillo aventurero en sus ojos y ese semblante omnipotente. Sin embargo había cambiado. Su rostro lucía curtido y ajeado por el viaje y ahora alrededor de su característica barbilla crecía una tupida barba color oro.

No dije nada; solo lo mire. El deposito lentamente su mochila al costado de la puerta y con piadosos pasos se acercó a mí. Sus manos tomaron mis muñecas y su cabeza se inclino para besar mi mejilla. Se acercó lentamente, como pidiendo permiso para entrometerse en mi vida una vez más. ¿Lo dejaría? ¿Qué sería diferente esta vez?

Con una inusitada calma acepté su saludo. Ya no me movilizaba que estuviera frente a mí; ya no era aquél cautivador espíritu, otrora refugio de mi corazón. Ya no más.

Al principio él no lo notó. Pero con el correr de los minutos sintió esa frialdad en sus cálidas manos. Sus rizos dorados enmarcaron su rostro, y su ánimo ensombreció.

La frialdad que congeló su mirada no provenía de mí. Mi indefectible desapego emanaba, como un resplandor hiriente, de mi dedo que ya le pertenecía a otro hombre.

Al igual que como llegó se marchó. En silencio retrocedió y desapareció tras la puerta.

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