Diría que no existe, que mejor sería hablar de dos estaciones: la larga, el invierno, la corta, el verano. Acá el otoño no se estaciona, es un simple caer de hojas cuando el frío irrumpe y termina con la no tan pasajera canicule que tanto los avergüenza. Se lo dijeron montones de veces: “parece Argentina con este calor”. Y su respuesta los sorprendió cada vez “Ahora estará haciendo 10 grados de dónde vengo, y aún si fuera verano -exageró secretamente- es raro este calor”. Asimilaba el comentario a su ignorancia en materia geográfica, aunque presentía que se trataba de una ignorancia más focalizada, más referida a su país, que a la distancia lo ven chiquito y lo confunden con una de sus colonias, o con Méjico, o Brasil, donde su imaginario les dicta que el calor es una constante. Parece que creyeran que el frío es cosa de Europa.
Pero el otoño de verdad, de olor a hoja seca, a fogata y humedad; de días templados y sol naranja, no lo conocen. Si ayer el calor no se soportaba y hoy ya pega el frío y todo Lyon se guarda en sus madrigueras.
Las callecitas del barrio viejo se vaciaron de turistas, terrazas y marquesinas. Reaparecieron las fachadas antiguas y las piedras vuelven a hablar. Se despertaron los animalejos que sostienen el arco en la entrada de aquel edificio de historia ignota incluso para el letrero informativo que, por regla general, más que aclarar oscurece, como haciendo honor al origen medieval –oscurantista- de lo que intenta reseñar. El Vieux-Lyon se volvió a poblar de santos decapitados que sobrevivieron -si se puede sobrevivir sin cabeza- los ataques fanáticos de Hugonotes. Desde la colina, los cuida muy dorada Notre-Dame de Fourviere. La misma a la que Claire, en un obsceno, sacrílego, sobre todo estúpido comentario, había comparado llanamente con un pene. Todavía le indigna el comentario, no por lo sacrílego y menos por lo obsceno, por lo estúpido: la necesidad promiscua de introducir en la charla un pene la podía entender; el sacrilegio le era inofensivo ¡pero la estupidez! Si había querido ser provocadora, el resultado fue inútil, en todo sentido. Recuerda el momento y agita la cabeza tratando de ahuyentarlo, como cuando de adolescente, al pensar en una situación vergonzosa, involuntariamente caminaba más rápido, queriendo dejar atrás el recuerdo.
Después de aquella noche de desvaríos en que se conocieron se habían vuelto a cruzar dos o tres veces. La última, Claire respondió a su saludo tímido acercándose para decirle que si se volvían a cruzar iban a tener que tomar algo. Al atardecer del día siguiente se cruzaron. No encontró ninguna excusa para evadirla y pensó que un gin-tónic le caería bien.
Lo que hicieron, si se hubiesen conocido de antes, si no hubiese hablado solo Claire, se llama ponerse al día. Sin ahorrar detalles le contó que estaba de chomage. Que conseguía contratos cortos, de moza, de tendera, e intercalaba cuatro meses de trabajo y cuatro de chomage. Por hacer nada el estado le pagaba el ochenta por ciento de su salario. Pensó que sería soñado trabajar así; se dijo que en Argentina eso sólo podría ocurrir en un sueño. Claire confesó que la plata no le sobraba, que tenía que ajustarse un poco; a cambio tenía todo el tiempo para sí. Se estaba alojando en un cuartito en una escuela para adultos, donde hizo un curso de boulangerie y donde conoció a Thierry, su amante, que da clases de panadería y le enseñó que al pan hay que tratarlo como a una chica. Thierry está casado y maneja una moto. Los jueves, sube con sigilo a su cuarto, la amasa, fuman un cigarrillo y se va. Ella se queda en la cama y oye la moto alejarse ronroneando mientras se masturba.
–Je pense à toi– le aclaró revoleando los ojos. Era mentira, eso no lo dudaba, pero esta vez la insinuación le provocó un cosquilleo.
Claire tiene los dientes separados y cara de varón, de adolescente. Usa el pelo corto y ropa holgada en un cuerpo que de por sí no ofrece volúmenes apreciables. Pero la soledad ¿Cuántos meses pasaron, cuántos más podían pasar? Si acá nadie mira a nadie. Si todos parecen tener miedo de propasarse terminadas las extenuantes fórmulas de cortesía. Todos menos Claire, que está loca. Pero que tiene ese aire andrógino y aunque siempre habla de más, habla de sexo.
Atravezaron la ciudad para llegar a la escuela, o a Chernovil, que es más bien lo que parecía. Abrieron puertas de chapa, subieron escaleras y atravesaron pasillos laberínticos para llegar a su cucha. La cocina y la mesa de luz eran un microondas en el piso al lado de la cama; su ropero era una silla. De las botellas que decoraban el alfeizar de la ventana -se veía a un lado campo, al otro monoblocks- una estaba llena y era de pastis. La tomaron del pico, en la cama, mirando al techo. El cuarto olía a escuela primaria. La extrañeza que le provocaba la evocación de su infancia se transfiguró en una mano que se acercó sin pedir permiso, en un aliento, en un calor, en Claire.
A la mañana volvió como quien despierta de un sueño, tratando de hilvanar los recuerdos de la noche, sintiendo un ligero dolor de cabeza y algo parecido a esa sensación de despersonalización que no distingue bien de un dolor de panza. En la rivera las hojas de plátano crujían. Dos chicos que parecían de su edad, pero que seguro eran más jóvenes, iban en monopatín y en bicicleta. El de la bicicleta iba detrás haciendo un ruido, brrr, como quien imita a un auto. Cuando estuvieron a la par, el del monopatín se le colgó y avanzaron riéndose. Envidió tiernamente su inocencia, y generalizando (¿no es lo que se hace en el exilio?) se preguntó cómo es que en su país, tan joven, la inocencia se había perdido, y en este, tan viejo, aún se conserva.
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