Quién diría que han pasado más de siete años desde que me fui de ese rincón del mundo que había llamado hogar por más de dieciocho años. Todos los recuerdos que había pensado olvidados se activaron como por arte de magia durante todo el trayecto de casi tres horas que separan la capital de esa agradable campiña olvidada por el tiempo, según mi parecer en aquel momento.

Recordaba todo, las calles, las casas, las personas, las conversaciones, los amores, los desamores. No podía creer lo que me estaba pasando, pero la sensación cálida que eso me producía me resultaba muy agradable.

No venía a quedarme, es cierto, pero esa sensación de “volver a casa” me invadía. Yo tenía mi hogar en otra parte, en ese momento iba a tomar vacaciones “a casa”, valga la paradoja. Pasadas dos horas y media, la ansiedad me invadía y quince minutos después estaba en el portal de la cuidad que me daba la bienvenida, dos kilómetros me separaban de mi destino, la casa de mi tía. Transitar aquellos kilómetros fue un deleite, el sol caía a mi derecha, arboles de distintas tonalidades de verde perfumaban el trayecto. Yo sonreía con todo mi ser, esa sonrisa inocente, de infante reaccionando a la sonrisa de su madre, de hecho, así me sentía.

Para llegar a la casa de mi tía debía cruzar casi todo el pueblo, estaba ansioso por encontrar los paisajes de mi memoria, pero no tardé en darme cuenta que eso no sería del todo así. Todo había cambiado o la memoria me fue infiel.

La noche vencía airosa cuando llegué a la casa en la que tantas horas de juego invertí y de la que tantas veces había sido expulsado por alguna travesura y vuelto a admitir dos o tres horas después como si nada hubiera pasado. Luego del saludo afectuoso y de la cena, aún más afectuosa, me eche a dormir, pero antes de que Morfeo me llevara en sus brazos me pregunté qué había pasado que no reconocía aquellos lugares tan apreciados y que mi memoria me las había vomitado sin parar durante todo el viaje. Como estaba cansado decidí seguir el consejo de anotar lo que me preocupa y me hundí en un profundo y reparador sueño.

A la mañana siguiente, no tan temprano, diré, porque el sol ya estaba alto, y luego de un ligero desayuno decidí salir a recorrer la ciudad para refrescar la memoria que no me había ofrecido datos correctos el día anterior. Anduve por todos los lugares y me di cuenta de cuánto había cambiado todo, ni siquiera había percibido que las calles estaban asfaltadas y no empedradas como las dejé; las casas algunas estaban como antes, otras no, y otras ya no estaban; lo mismo las personas, las conversaciones, los amores y los desamores.

Perplejo, volví a casa. En el almuerzo estaba meditabundo, la mirada perdida, lo sé porque mi tía no tardó en hacérmelo notar. Y así pasé toda la tarde con una sensación de traición, pérdida, en luto. Mi tía, con su sabiduría materna, me invadió al caer la tarde y no tuve opción más que confesar mi pena, ella sólo dijo “nada es como antes” y se fue.

Debo admitir que no comprendí su respuesta, pero sí fui consciente de la ridícula actitud que había tomado. Por la noche, después de la cena, salí al jardín para relajarme con una botella de vino. Qué sensación tan gratificante, las estrellas titilaban alegres, la luna sonría al mundo y el silencio era ensordecedor. Y yo reprochándome el viaje y mi decepción por los cambios, no podía ser tan cándido y romántico, luchaba.

Al filo de la media noche y producto del “In vino veritas” comprendí todo. Nada era como antes y no tenía por qué no ser así. Cómo agradecí las clases de filosofía que tanto me aburrían.

Durante toda mi vida había hecho multitud de viajes, cortos, medianos y largos, y en cada lugar que llegaba quedaba una parte mía y me llevaba una parte del lugar a cambio, aprendizaje, crecimiento, autoconsciencia, o como quieran llamarlo. Eso daba la medida de utilidad del viaje. Esa noche aprendí que los lugares también viajan, no en el sentido de desplazamiento de un lugar a otro, sino en el sentido más amplio del término, intercambio de experiencias vitales que dejan huella.

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