I
Me alejo del espacio
que vengo a ocupar.
Del personaje azul
que conoce mis gestos.
De la mirada sucia de la noche.
Aprendo
a descifrar la luz.
II
Despojo
de la piel la púa
que rasga la escena.
Abre la noche su cicatriz de luz,
una espuma liviana cae en mis ojos
como un verso del aire.
Mi cuerpo no es extraño.
III
Recorro el escenario
con las córneas del aire:
la casa en penumbra, el pasillo
tragándose la noche,
la ventana agotada,
el viscoso silencio.
Esa herida blanca que no duele.
IV
Palpo la distancia
con brumas en los ojos.
Intuyo horizonte.
Me alejo de la voz
de la serpiente
de la púa en la palabra.
Siento la semilla.
V
Deshojo la pira,
el tacto dúctil de la llama,
el templado ocaso de su lengua.
La vieja lumbre que hay en cada casa.
La dalia oscura que hay en cada hoguera.
Deshojo la pira, lo oscuro de la flor.
Y no dejo cenizas.
VI
Escucho los matices de la luz,
la escena que desnuda su álgebra de barcas
cruzándose en estelas.
Contemplo
romperse la penumbra
como cristales sucios sobre el agua.
Toco la brisa que a mis dedos trae el norte.
VII
Decido del mirlo la memoria,
enumero sus sombras en el agua.
Desbrozo el mar.
Esquivo la mirada
de la luna ardiente,
del faro confuso.
Remo a mar abierto.
VIII
Palpo las costuras del silencio,
la llaga de la noche,
su inventario de huecos.
Como el albatros rozo
el aire que enmudece la herradura
del caballo de acero.
Moldeo la palabra.
IX
Desdigo el aliento del rocío que muestra
sus luces oscuras,
sus falsos amaneceres.
Deshago el tejido imperfecto del silencio,
el temblor del roble,
la dureza del muro.
Espero a que suceda.
X
Muerdo la distancia
de la orilla al cielo,
la carne de la luna
sedienta de mares,
los labios del frío,
la calle que araña
mi sombra en la noche.
XI
Teje su urdimbre la luz en el aire,
su telar vaporoso de luciérnagas.
Usurpo la mirada del albatros,
la ubicuidad del agua.
Sigo el rastro
blanco de la madrugada.
Como una estrella sin nombre.
XII
Siento el remolino de las voces,
la sangre de la dalia
golpeada en el yunque,
el rumor del agua ahogándose en la orilla,
la mano de piedra que señala
el eco del pozo donde arde la lluvia
que no cala en el río.
XIII
Reniego del mar que no enfurece,
del almez que al alba no muestra su sombra,
del jardín que no suda, de la calle que calla,
del signo que hiende su certeza en el párpado.
Reniego del aire encarcelado,
del muro donde muere el mirlo.
Reniego de mis ojos.
XIV
Con la certeza del párpado,
con la razón de la luz y la penumbra,
con las manos húmedas moldeo
la arcilla del silencio,
la vasija del mar
que anega mi sombra.
Esa extraña silueta.
XV
Recorre la luz mi desierto,
persigue las dunas que mi voz va dejando
como abrazos secos
o puñales heridos.
Recorre mi desierto como una falúa
sin norte en la calma.
Como un mirlo en la lluvia.
XVI
Declamo las horas azules,
el verdor de la noche en la quietud
del almez solitario.
Oigo la mañana caer sobre el alba
con su tono lentísimo,
con su manto de ofrendas.
Como una fina lluvia que diluye la negrura.
XVII
Desaparezco en la luz
como un rostro en la niebla.
Como un viajero errante
en el punto de fuga.
Como la casa que huye hacia el pasado.
Como el ruido en una calle sin memoria.
Como un reloj hundiéndose en el agua.
XVIII
Admiro la humildad de la luz,
su presencia invisible,
su magnitud oculta,
su forma de vivir en los objetos
con un tacto cálido.
Su lenta despedida.
Su promesa.
XIX
En el punto de fuga se diluye el camino
allí donde mis ojos palpan la quietud
del horizonte llega el eco de una voz
conocida que reclama su rastro de espuma.
Una voz como una llama de cristal.
Una voz que recita la elegía del fuego.
Una voz semejante al silencio de los mirlos.
XX
Reconozco los signos de la noche,
la mirada febril del fugitivo,
la textura inacabada de la luz en mis ojos.
Me alejo del espacio
que vengo a ocupar.
Aprendo
a descifrar la luz.
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