El autobús llegó al terminal de pasajeros a las diez de la mañana. Gerardo bajó lentamente de la unidad e inmediatamente le hizo un reconocimiento ocular a la zona: piso de tierra con varias lagunas añejas, un perímetro de malla ciclón a punto de desvanecerse con el viento y el calor persistente, y una casa al fondo a medio hacer. El hombre que observaba la llegada de los pasajeros desde su silla recostada a la puerta principal del puesto ilegal de venta de gasolina le hizo concluir que realmente no estaba en un terminal, sino en algo que quería ser uno. Recogió su maleta, buscó la sombra del único árbol derredor y se sentó a esperar que alguien le explicara por qué habían llegado tan tarde y por qué no estaba el otro transporte allí.

Transcurridos escasos veinte minutos, una barriga se aproximó al grupo; esperó hasta terminar de tragarse el mordisco que acababa de darle a una empanada y llamó la atención de todos alegando que tenía algo importante que decirles.

El carro que nos llevaría hasta Barranquilla se fue de aquí hace una hora, más o menos. Hay que esperar que venga el próximo.

Apenas terminó su discurso, mordió nuevamente lo que parecía ser su almuerzo sin inmutarse. Gerardo divisó el líquido graso que lentamente bajaba por la empanada hasta reposar en la parte inferior del torso del bulto y lamentó haber tomado la decisión de emprender el viaje “con esa gente”. Debía ser un viaje directo, rápido y sin complicaciones, así se lo habían vendido y él había apartado su puesto con la absoluta seguridad de así sería. Qué estúpido, se dijo.

¿Cuánto tiempo hay que esperar? Preguntó alguien que se atrevió a proferir la pregunta que todos, incluso Gerardo, se formulaban a través de gestos y miradas, pero que no se atrevían a soltar por miedo a escuchar la respuesta. Esa respuesta que ahora daba la barriga con un tono impersonal pero fatídico:

No lo sé. Puede ser a la una o las tres.

Inmediatamente, todos comenzaron a reclamar en forma disonante; las expresiones incluían “descarado”, “irresponsables” “Malparidos”, mientras uno que otro exigía la devolución de su dinero. El hombre ignoró el ruido con la seguridad de que nada de eso le incumbía y se retiró a terminar de comerse su empanada. Gerardo contemplaba con detenimiento a cada uno de sus compañeros de viaje lamentándose una y otra vez por su decisión. Sacó la billetera y revisó el dinero que llevaba: setenta mil pesos con algunas menudencias regadas que quizá no llegaban a sumar los mil, por eso no se molestaría en contarlas. Hizo algunos cálculos y concluyó que sí podría comprarse el combo de carne que acostumbraba a comer antes, cuando viajaba con sus padres.

Ahora viajaba solo, como un adulto independiente, y eso hacía diferente, completamente distinta, su realidad actual. No tenía los pesos suficientes para comprar todo lo que en otrora podía comer: la carne asada con yuca y refresco, los suspiros, las croquetas,las bolas de alegría,… No, nada era como antes. Sacó la agarradera de la maleta y caminó hacia la salida del terminal. Maicao se le mostraba como un lugar extraño, alejado de lo que era él ¿estaba envejeciendo? Seguramente, pero quizá todo era producto de su nueva experiencia. Ya no tenía que preocuparse por el equipaje de otro y tal vez por eso ahora sí tenía tiempo para observar las cosas y descubrir cómo eran realmente.

Se detuvo en medio de la avenida y se sintió más lejano aún. Los envases de refresco, usados ahora como contenedores de combustible; los vendedores improvisados de alimentos venezolanos; los cambiadores ambulantes de dinero; los pedigüeños; los caleteros,… todo le hacía repetirse la misma interrogante ¿Tomé la decisión correcta? La maleta rodaba lentamente, como si a cada paso suyo se hiciera más pesada. Gerardo recordaba la vida que dejaba en Venezuela y lo incierto que sería su existencia desde ese punto en adelante. Sí, tenía su nacionalidad colombiana y eso era algo muy importante, solo que… Decidió detener a los dos sujetos que vendían el combo de carne asada con yuca y el refresco.

Barato, treinta mil pesos. Replicó el individuo que cargaba las bebidas.

Gerardo extrajo el billete de su cartera con parsimonia para alargar su tenencia y acortar la incertidumbre; solo le quedarían cuarenta mil pesos para sobrevivir el primer mes como ciudadano de la República de Colombia en casa de un familiar que apenas conocía, y sin trabajo. Mordió la carne con avidez, el tiempo de espera sería impreciso como ya lo estaba siendo su vida ¿para qué preocuparse? Tres, cuatro o cinco horas seguramente pasarían rápido; el tiempo sería lo de menos, lo importante era precisar qué haría en cuanto se asentara en su nueva residencia. Lo tenía bien claro: “el muerto hiede al cabo de tres días”; sin embargo, ya él apestaba.

Pero seguramente esta vez sería algo distinto, aunque el arte fuera menospreciado en cualquier parte del mundo, él tenía la esperanza de poder vivir de sus cuadros, de subsistir como un pintor de arte impresionista y figurativo; no sería el primero que lo hiciera, tenía varios ejemplos para probarlo, para demostrar que sí era posible. Aunque también podía hacer cualquier otra cosa que le surgiera antes de que se pudriera completamente y lo mandaran de vuelta con sus padres, a su vida de mantenido.

A medida que se acercaba al árbol la maleta se hacía más liviana, la carne seguía siendo sabrosa como antaño, pero ya se estaba acabando ¿por qué todo tenía que ser tan efímero? Se sentó bajo la sombra y revisó el reloj. Mientras pensaba en las amistades que había dejado en Venezuela y en aquellos amigos que habían logrado rehacer su vida con éxito en otros límites, la misma barriga de antes llegó para notificar que el autobús llegaría en diez minutos. Quizá mi vida no será tan incierta, pensó, y llamó a un vendedor de buñuelos para comprarle diez mil pesos.

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