Fue amor a primera vista. Laura siempre estaba escondida en su pequeño mundo de fantasía. No le gustaba salir a la calle con los demás niños, prefería refugiarse en sus historias inventadas, sus peculiares peluches y sus murallas de cartón.
Pero un buen día, su padre llegó a casa más tarde de lo habitual. Laura no se levantó a saludar. Estaba absorta por una batalla entre su muñeca gigante y su mono de tela. De repente, vio que una bola de pelo negra bajaba de los brazos de su padre, y avanzaba por el pasillo lentamente, desorientada, buscando ayuda con la mirada.
Laura salió de su mundo de fantasía y se dejó enamorar por esa preciosa gata, a la que llamó Aurora. Los primeros días fueron los más difíciles, incluso hubo algún arañazo que otro, pero poco a poco la cosa cambió, y la felina se convirtió en una parte esencial de la vida de Laura.
Cada noche, la niña engañaba a su madre para dormir con ella, y cuando las luces de casa se apagaban, se deslizaba descalza fuera de su cama y abrazaba a Aurora hasta que salía el sol. Cuando comían, siempre le guardaba patatas fritas, que era su plato favorito, y un vasito de leche. Al llegar del colegio, montaba un castillo de cajas y mantas viejas, e invitaba a Aurora a jugar en su mundo de fantasía. Los días de lluvia, la cogía en brazos, y se asomaban a la ventana para ver cómo las gotas hacían carreras en el cristal. En verano, dejaban que el sol les acariciara lentamente, mientras sonreían sin saber bien porqué. Las dos pequeñas dormían juntas, comían juntas, crecía juntas… y no necesitaba nada más para ser feliz.
El tiempo pasó deprisa, y las dos fueron creciendo. Laura acabó sus estudios, y empezó a trabajar. Ya era toda una mujer. Quiso independizarse, marchar de la ciudad, pero se quedó, porque sabía que una casa en la que no estuviese Aurora no era un verdadero hogar. Laura estaba en la flor de la vida, y tenía todo cuanto quería, pero los años para la gata pesaban mucho más. En cuestión de días, Aurora enfermó, y su reloj empezó a pararse. Laura lo dejó todo por estar con ella. Volvieron a jugar, a comer, a dormir, a mirar la lluvia, a tomar el sol… Volvieron a despedirse sin palabras, a vivir juntas por última vez, hasta que llegó el día que ninguna de las dos quería.
En su sofá favorito, se abrazaron bien fuerte, y la muerte, con lágrimas en los ojos, llegó de puntillas para no despertarlas.
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