Una anguila serpentea por el agua verdosa de la albufera alrededor de un teléfono móvil, mientras Gabriel sube las escaleras del autobús.
Se sienta solo, como a la ida. La nítida imagen de Edgar en la barca, sonriendo maliciosamente al tiempo que deja caer el iPhone, no desaparece de su mente. ¿Cómo explicaría lo sucedido a sus padres? Ni siquiera se lo ha contado a los profesores. Lo lógico sería hacerlo, pero Gabriel ya conoce las represalias. Por otro lado, al menos hoy podrá librarse de los insistentes whatsapp de Edgar.
De repente, un golpecito en el hombro interrumpe sus pensamientos. Levanta la vista, y se encuentra con la misma sonrisa maléfica grabada en su cabeza. Edgar lleva una nota en la mano, y le hace un gesto para que la coja. Gabriel le obedece. «Hasta qué punto llega su obsesión por amargarme la vida para que haga el esfuerzo de escribir de su puño y letra», piensa.
Lee sus palabras. Le choca ver el garrafal error ortográfico que aparece en el trozo de papel cuadriculado; «hojo con lo que dices». «¡¿Con hache?!», exclama para sí mismo. El texto va acompañado de un monigote rechoncho y con gafas. Tiene un cuchillo clavado en el cuello y una gotita de sangre. Gabriel lo observa con resignación y amargura.
Para evadirse, saca un libro de su mochila y lo abre por la página que marca el punto de lectura que repartieron en el instituto con motivo de la campaña contra el bullying. «Ante el acoso escolar, no te calles», reza el rectángulo de cartulina. Pero Gabriel prefiere estar callado. «Soy cobarde», piensa. El resto de la clase también calla. «¿Nadie habrá visto nada? ¡Qué estúpido soy!, se me olvida que soy invisible», se lamenta.
En el asiento de atrás, Edgar observa el teléfono móvil de Vanesa. Acaba de recibir un mensaje. Es una foto de ella junto a él y tres amigas. Están en la barca, con la barraca al fondo.
—¡Mira qué foto más chula! —exclama ella.
Edgar la mira desconfiado.
—Vane, ¿quién te la ha enviado?
—Carlos. Él nos ha sacado la foto, con su móvil. ¿No lo recuerdas? Yo misma le había dicho que quería tenerla.
—¿Cómo es que el gilipollas ese tiene tu número? —pregunta enfadado.
La discusión va en aumento. Edgar sube el tono. María ha oído la palabra «puta». Se dirige al asiento del chico. Le dice que le va a poner un parte grave que hará que lo expulsen del instituto durante una larga temporada. Le ordena que se cambie de sitio, y Edgar deja el asiento echando pestes de su novia y la profesora.
Vanesa se queda sola, preguntándose por qué sigue con él. «Soy cobarde», se responde.
Gabriel intenta, sin éxito, recuperar la concentración en la lectura. Le gustaría darse la vuelta y hablar con ella, pero no se atreve.
Vanesa mira por el estrecho hueco entre los dos asientos. Las manos de Gabriel colocan el marcapáginas hacia la mitad del libro antes de cerrarlo. Ella observa la portada. Entrevé el niño con gafas y los dos caballos alados. No hay duda, se trata de la cuarta entrega de la saga de Harry Potter, la del Cáliz de fuego.
Hacía tiempo que a Vanesa dejaron de interesarle los libros de J.K. Rowling, pero por alguna razón, le apetece hablar de ellos, de las aventuras vividas por Harry, de sus personajes favoritos, de las versiones cinematográficas y de los actores que las interpretaron.
Mira hacia atrás. Edgar se encuentra al fondo, concentrado con su móvil. Vanesa se pregunta cómo se tomaría que su novia se sentase al lado de otro chico, aunque tal vez Gabriel no cuente, ¿o sí? «Con la tirria que le tiene…», piensa.
Vanesa se da la vuelta varias veces. Está nerviosa. Respira hondo y se dispone a dar el paso.
Gabriel se sobresalta al escuchar una vocecita susurrando su nombre.
—¿Qué? —contesta mientras gira la cabeza y vislumbra la cara de Vanesa entre los asientos.
—¿Qué te parece el libro?
A Gabriel le sorprende que una chica como ella quiera hablar con alguien como él. Está confuso. Se siente halagado, pero también siente pánico por el riesgo que supondría para los dos entablar una conversación.
—Para mí ninguno está a la altura del tercero —prosigue Vanesa.
Gabriel no responde. Se hace un silencio incómodo. Finalmente decide dar su punto de vista.
—A mí me está gustando mucho, pero reconozco que Harry Potter y el prisionero de Azkaban es insuperable.
María se levanta para darse una vuelta por el autobús y comprobar que todo está en orden. Se dirige a donde está Vanesa. Quiere saber cómo se encuentra después del fatídico incidente con Edgar.
Ve a los dos adolescentes hablando entre ellos. Le parece absurdo que no se sienten juntos para charlar más cómodamente. Está a punto de preguntarles por qué no se colocan uno al lado del otro, pero entonces intuye el motivo.
«Ya está», piensa María.
—¡Vanesa, siéntate con Gabriel! ¡Ya dije que intentarais sentaros por parejas! —exclama con la intención de que su voz llegue a los asientos del fondo.
Vanesa se ruboriza. Mira a la profesora con extrañeza, y esta le sonríe con complicidad mientras le guiña un ojo.
Edgar, el cual ha oído a María, aparta la vista del vídeo de youtube y suelta una carcajada.
—¡Qué pringada, con el imbécil de Gabriel! —vocifera.
Ahora están juntos. Intentan hablar susurrando, aunque en ocasiones se emocionan y elevan la voz.
Vanesa mira por la ventana.
—Vaya, ya estamos. —anuncia.
El autobús va aminorando la marcha y se escucha un leve chirrido de frenos que los devuelve a la realidad. Ambos se miran sabiendo que se levantarán e intentarán alejarse el uno del otro, como si no hubiesen compartido nada en el trayecto. Sin embargo, tienen la sensación de que algo va a cambiar en sus tristes vidas, después de haberse sentido libres por un instante.
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