Recostada en el sofá, soñó que volvía a África. La cálida luz del sol de invierno le bañaba el rostro. Sacó un trocito de ámbar de la caja donde lo había guardado para protegerlo en el viaje y aspiró profundamente su olor dulzón; su aroma y el delicado trino de los pájaros hicieron que se perdiera en la memoria de aquella primavera.
Voló sobre las cumbres nevadas del Atlas, recorrió las callejuelas oscuras y estrechas de la medina de Fez y volvió a sentir su aliento en la espalda. Y la piel de sus brazos se estremecía al rozar los de él por casualidad, cuando la estrechez de los pasadizos los acercaba.
Y corrieron bajo la lluvia en el frío atardecer de una calle empedrada, cobijados bajo un pañuelo, sus rostros tan cercanos que no se atrevían a mirarse, pidiéndole a la noche que no se fuera, rogándole al alba que no llegara.
Blanco y azul en los muros que sostenían sus encuentros furtivos cuando la luz diurna empezaba a agonizar, ocres y rojos que tiñen el alma, olor a menta, cúrcuma y alcaravea, sonidos de laúd y rebab ahogando el reclamo de los vendedores en la Plaza de Yamaa el Fna.
Lágrimas amargas que se oyen en la lejanía y la visión borrosa del llanto de un niño de piel cetrina. Un trozo de ámbar en el suelo.
Pero ella sabía que no volvería al calor de África, ni al refugio de sus brazos aquella última noche, porque los amores imposibles se quedan para siempre enterrados en la piel de quien los vive.
Tomo el pedazo de ámbar, aspiró otra vez con afán su perfume y regresó a África y a ese amor de la única forma en que podía hacerlo.
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