Recuerdo los abrazos de mi madre. Yo también quería abrazarla, pero mis dedos no llegaban a tocarse por detrás de su cintura. Me quedaba a medias con los brazos extendidos y la cabeza apoyada en su enorme pecho. Me echaba en falta, lo sabía, aunque ella colocara sus manos sobre mi espalda para decirme: ― Estás aquí, Raulito, estás aquí. Y me inundaba de calma.

Después de un mes del fallecimiento de mi padre la vida siguió más o menos como antes, pero más silenciosa, como agotada. El calor del verano sobre las paredes blancas de cal, el sol penetrando por todos los rincones, el frescor del suelo en la espalda, alguna palabra perdida en ese fin de los tiempos del mediodía. Un día por azar, o por venganza de algún dios, la verdadera silueta de mi madre empezó a aflorar desde el fondo de su espesa carne. Emergió de la profundidad como un buque que no termina de naufragar. Abajo quedaron los restos, los recuerdos mordidos por peces gigantes. El silencio se acumuló en los rincones y los ruidos de la noche ocuparon la memoria de aquella mujer mansa.

Con las patatas fritas con ketchup y el pan con aceite y azúcar, la pregunta “mamá cuándo viene” se fue quedando aparte, como ese lado del estómago que se contenta con comida basura y ha dejado de pedir potaje con pringón. No era culpable de nada, mi madre habría sido una madre perfecta si no nos hubiera dejado a la deriva como peces muertos. A cambio, la vimos crecer a capas y multiplicarse como la escarcha fría y frágil. Su delgadez nos asustaba bajo el vestido turquesa, y su salir y entrar como el aire, nos daba un respiro para soportar las tardes corriendo por las habitaciones escasas de muebles y de luz. No se había ido, no nos había dejado. Con su vaga presencia nos reconfortaba y nos demolía con la misma facilidad. Ella nos sonreía mimándose el pelo ahuecado con falso volumen y olor a Elnett y nos alentaba a construir día sobre día en el vacío que dejaba la puerta al cerrarse tras su última mirada.

Lo que tardó en hundirse fue lo que duraron dos estaciones. Cuando llegó el invierno, una noche como otra cualquiera, se fue de nuevo al fondo para no volver. Mi hermano Niqui lloró hasta la madrugada y cuando paró, el Juani me cogió de la mano y me llevó hasta su cama.

―No estés triste, grandullón―me dijo. Luego animó a mi madre a que lo cogiera―. Con cuidado, mamá. Pero ella, desbordada sobre sí misma como un sauce, apenas movió los dedos. Yo quise cogerlo, estaba pálido y templado. Con la misma calma, el Juani me indicó que guardara el bote de pastillas. Él tenía que ir a llamar por teléfono. Recogí las pastillas esparcidas por el suelo. Mi madre miraba al frente, pero muy lejos, a donde ya no queda nada porque es el fin del mundo. Estaba quieta con las manos abiertas hacia arriba sobre sus muslos y no tuve miedo, supe que ya no se movería de allí. Me tiré en la cama junto a mi hermano para darle un poco más de calor.

―Está tan dormido, que no se da cuenta del frío, mamá―dije bajito. No respondió, pero por su parpadeo lento y las lágrimas que le caían por la cara, me di cuenta de que ella también lo sabía.

Le recordé a Niqui las travesuras que hacíamos unos días antes, cuando le acompañé a buscar materiales a la casa de la gobernanta. Nos gustaba aquella casa abandonada porque desde allí se veían salir los trenes que iban a la sierra, y el suelo vibraba.

― ¿Recuerdas, Niqui? ―le susurré al oído―. Te dije que allí vivía una mujer que había desaparecido misteriosamente. Que nadie se atrevería a entrar en la casa, ni a robarla, nosotros seríamos los únicos. Tú tenías miedo de entrar porque los municipales merodeaban por allí y yo te expliqué que eso no se podía considerar un robo porque tú eras un artista y a ti no te gustaba romper cosas sino inventarlas. ¿Recuerdas, Niqui? Papá siempre decía que las cosas hay que considerarlas. Y yo te decía a ti: ―De esta tajada de corcho podrás sacar un montonazo de miniaturas. Y pegaba mi cara a la tuya. Tuvimos suerte, Niqui.

Me cogieron en brazos y me llevaron a mi cuarto, pero nada más ver que salían, me levanté y miré por la puerta entreabierta con curiosidad y con un temor que nunca había sentido. Con la nariz asomada al pasillo miraba el vaivén silencioso de los vecinos. A mi madre le estaban poniendo un vestido negro. Los brazos empezaron a pesarme mucho y grité con todas mis fuerzas el nombre de mi hermano pequeño. Lo llamé, y no vino. Entonces corrí hacia el cuarto de mi madre. Lo habían vestido de limpio y estaba peinado y con el pelo húmedo. Como seguía sin moverse, le coloqué algunas figuras de corcho alrededor. El indio se lo puse en la mano izquierda, era su preferida. Al rozarlo pensé que estaba muerto de frío y que no decía nada para no molestar.

―Se resfriará, mamá.


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