Soy la séptima de nueve hermanas. Mi padre, práctico como los antiguos romanos, nos nombraba correlativamente. Nació en 1923, al sur de la meseta castellana. Mi abuela, siguiendo una tradición, se fue en sangre, muriendo en el parto por lo que, años después, supusimos sería una placenta previa, a la cual somos propensas.

Como en todas las familias de posibles, mi abuelo buscó los servicios de una mujer del pueblo, apodada Teria, que, destetado su último hijo, mantenía su flujo de leche de continuo prestando sus servicios como ama de cría.

De mi padre se encargaron las hermanas solteronas de la abuela, señoritas prolongadas, como gustaban autodenominarse las tías Constantina, Agustina y Enriqueta, trío al que años después, mi hermana Tercera, llamaría El Aquelarre.

Mi abuelo, hundido por la muerte de su esposa y anteriormente, de seis de sus ocho hijos, por enfermedades infantiles para las que entonces no había remedio, se distanció de los supervivientes, porque temía perderlos si les mostraba cariño.

Pronto se impuso el sentido común de Teria, que respetando a las tías y con la bendición del abuelo, con firmeza y discreción salvó a la familia de la deriva.

Entonces se vivía con el sol. Al atardecer se reunían para contar historias, al frescor del patio en verano, o al fuego del salón en invierno, dada la falta de cualidades para la música que habían demostrado los dos hermanos, dotados de oreja, en lugar de oído.

Mis tres tías abuelas leían historias de terror de Bécquer o Espronceda, pero eran las de Teria las más escalofriantes, aquellas que corrían de boca en boca, en versiones corregidas y aumentadas, en respuesta al morbo ancestral que ha llevado al hombre a pasar la noche al raso para asistir a una ejecución.

***

En 1947, mis padres se conocieron en Madrid y tras el noviazgo, boda y nacimiento de mi hermana Primera, la familia se trasladó al pueblo. A falta de mecanismos de previsión social, algunos empleados envejecían y morían en la casa en la que trabajaron siempre. Allí, mis hermanas Primera, Segunda, Tercera y Cuarta, aprendieron de Teria y después de las chicas que ayudaban en la casa, las historias de terror que discurrían por la zona, muy socorridas cuando no querían comer, mojaban el colchón, no dormían la siesta o no paraban quietas.

El hombre del saco compartió sus meriendas. El Coco venía si no querían dormir.

En la urdimbre de realidad y ficción que anima las leyendas infantiles, se entretejían las historias del pueblo, como la de la espigadora que llevando a la espalda a su recién nacido, le fue arrebatado por un águila, o las de criminales famosos, como Romansanta o Jarabo.

De vuelta en Madrid, aproximadamente cada 18 meses, fuimos llegando las cinco restantes. Mi hermana Segunda, encargada de cortar semanalmente hasta cien uñas, nos aterrorizaba para que estuviésemos quietas, resultando hasta cien puntas de los dedos en carne viva y varias niñas en vela.

Con la llegada de la televisión, lo que ya pintaba la radio con palabras, dio paso a una explosión de imágenes, a menudo de terror.

La adolescencia trajo relatos de vampiros, psicofonías, sesiones de espiritismo, donde se desveló la mitad del nombre de mi futuro marido.

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A pesar de mi adicción al miedo, los años aparcaron las historias de terror, pasándose a rellenar el saquito de los miedos, con preocupaciones cotidianas, ya fueran profesionales, económicas, o familiares.

Adquirí pequeñas manías, como encender y apagar la luz de la mesilla tres veces cada noche, impidiendo que sobre nosotros descendiera algún peligro, o ponerme primero el zapato izquierdo, evitando grandes cataclismos.

Mi marido asistía entre respetuoso y divertido al espectáculo, porque en su familia también se contaban historias, como la de la tía Agnes, que soñó de adolescente su muerte a manos de unas fiebres tifoideas, dedicando toda su vida a la estricta desinfección de cuanto le rodeaba e ingería, para acabar muriendo a los cincuenta, averígüese, de tifus.

La noche de difuntos dio paso a la importación de su versión anglosajona, consecuencia de la proliferación de colegios bilingües. Durante la infancia de mis hijos cosí, con más pena que gloria, unas dos decenas de disfraces, para acabar finalmente comprándolos, mejorando el terrorífico aspecto de mis retoños.

Pero a veces, en sueños, afloran antiguas historias tan vívidas como entonces, despertándome mi grito al intentar zafarme de la mano que brota de la tierra y tira de mí hacia abajo, o ante el avance imparable del Coco, que clava las ascuas de las cuencas vacías de sus ojos de carbón en mi mirada, dejándome paralizada de miedo y fascinación. O el recuerdo de mi hermana Cuarta acorralándome en el rincón de las penas, entre la pared y la cómoda de la habitación de mis padres, distorsionando su cara hasta que rompo a llorar y acariciándome luego, cuando llega mi madre. Y el peor de todos, que nunca he confesado y temo de manera visceral: vivo en un quinto piso, el salón está en la esquina que une dos fachadas del edificio, en cada una de ellas hay una ventana, y en cada una de ellas veo encaramarse al mismo tiempo a mi hijo y a mi hija. El miedo a dudar me invalida absolutamente, y no puedo correr en auxilio de ninguno.

Hoy, la tarde empieza a dar paso a la noche de difuntos. Ahora tengo un nieto. Le he comprado un vistoso disfraz de calabaza y he quedado en llevarle a la fiesta de un compañero de guardería. Va atrás, sentado y sujeto en su silla de seguridad. Paro en un semáforo. Miro instintivamente el retrovisor. Ahora sé que toda mi vida ha transcurrido a la espera de este momento. La adrenalina me azota. El niño no está, es imposible, mi coche no tiene puertas traseras, pienso absurdamente. Miro hacia arriba y veo fugaz la temida silueta remontando el vuelo con un bulto naranja entre sus garras.

Grito.

Despierto.

O tal vez no…

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