Me muevo y resuenan las cadenas. Últimamente, son el único acompañamiento que tengo. A veces, me muevo solo para escuchar su sonido y distraerme de mi mente febril. Mi mente rota. Ellos me rompieron. Intenté recoger los pequeños pedazos dentados que quedaron detrás y apretarlos contra mi, devolverlos a donde pertenecen, pero sus afilados dientes me cortan. Rasgan lo que queda de mi. Y sangro. Sangro emociones. Mi maltrecho cuerpo no es capaz de soportar semejante abuso, y solo permanezco ahí. Tendida en mi mugrosa cama, moviendome de vez en cuando para sentir el frío de las cadenas y su chirriante sonido.
Estoy cansada. Soy una luz titilante, luchando para no apagarse. Mi cuerpo está entero, pero yo me siento rota, desgarrada en diferentes partes que ya no encajan. Y sigo sangrando. Al final, lo incorporeo se hace real, y ante mi vista cansada aparecen las primeras gotas rojas. Tan brillantes, llenas de vida. Se escapan tímidamente de mi cuerpo. Intento tocar una, pero no puedo encontrar la fuerza necesaria para ello.
Me tumbo. Resuenan las cadenas. La vida escapandose de mi cuerpo. Y en medio del silencioso caos, sonrío.
Tuve una vida difícil. Dicen que es como un viaje: llena de cosas nuevas por ver, gente que conocer, a veces viene con obstáculos, otras parece un camino más sencillo. Siempre pensé que todas estas metáforas eran una mierda. La vida no es bonita. No es un viaje, ni un camino plagado de rosas. La vida es ese matón de clase que si podía, te jodia. Conmigo fue particularmente dura. Pero aprendí a salir adelante. Primero un paso, después otro. Un pasito a la vez, y al final acabas saliendo del problema. Generalmente para meterte en otro. Yo ya estoy cansada. Ya no puedo encontrar las ganas de vivir.
Cierro los ojos, y me dejo ir. Regodeandome en el tenue sonido de goteo.
De repente, estoy en mi habitación. Tengo 4 años y estoy agachada debajo de la cama, con las luces apagadas y los ojos cerrados con fuerza. Hace frío y tiemblo ligeramente. Oigo gritos y voces que discuten. Un golpe. Dos. Los gritos se detienen. Oigo pasos. Aprieto con fuerza mis ojos cerrados. Los pasos se acercan. Las lágrimas me caen por las mejillas. Mi puerta se abre. El monstruo me va a comer. Pero no es él quien me toca. Ahora tengo 6 años y estoy en una esquina de la calle. Siento las ratas a mi alrededor. Hace frío y no tengo nada con lo que taparme. Oigo pasos vacilantes a lo lejos. Alguien empieza a farfullar. Un borracho se tambalea por la esquina. Lo observo y se que me vio. Sonríe y me quedo hipnotizada por su sonrisa. Le faltan dientes. Me quedo mirando como esa boca se acerca a mi, hipnotizada por los agujeros de su dentadura. Pero no son de su dentadura. Son manchas de cigarrillo. Yo solo tengo 8 años. Él esta en el salón. Ella salió a comprar. Él tiene hambre. No hay nada para comer. Está enfadado. Lo observo fumar. Me dice algo y no lo entiendo. Me lo repite. No entiendo. Me grita. Me enconjo en mi sitio. Se levanta, con el cigarrillo en la mano. Sé lo que va a pasar ahora. El cigarrillo se acerca, pero no me quema. Me miro el brazo, y veo el lento goteo de la sangre. Debajo de la ropa, la sangre y la mugre, mis cicatrices cuentan mi historia. Mi «viaje por la vida».
Lanzo mi último hálito de vida, y sonrío por última vez. Al fin encuentro la paz.
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