Durante varios días recorren las carreteras secundarias de La Toscana en un descapotable. A veces el asfalto da paso a un camino de tierra, y éste a su vez serpentea entre cipreses, campos de girasoles y viñedos que establecen límites imaginarios entre el cielo y el paisaje, entre el muslo desnudo de ella y la mano sobre la palanca de cambios de él, entre esa masa de hierro móvil y el resto del mundo. Se sienten tan cerca el uno del otro —un poco a la manera de Vittorio Gassman y Jean Luis Trintignant pero con el componente añadido del amor romántico— que es inevitable adentrarse en su propio silencio, en la belleza de los campos de trigo mecidos por la leve y cálida brisa, en el humo del cigarro de ella formando aros, tornados y más aros.
Cuando tienen sed paran en esos pueblos encantadores que les reciben a voces, casi con urgencia porque la llegada de turistas supone un triunfo para los locales, un nuevo invierno que podrán pasar sin verse obligados a hundir sus ajadas manos en la tierra, sin tener que mancharse la ropa, en el que abrazar la posibilidad de descansar. Y piden vino de la casa, pan con aceite de oliva, limonada, y se despiden con tristeza, diciendo adiós con la mano porque ninguno de los dos está seguro de vayan a regresar, porque quizás los próximos destinos no serán tan cautivadores, tan puros en el sentido más puro de la palabra, tan de verdad…
—¿Y si no volvemos a casa?—dice ella mientras expulsa el humo de su cigarro por la ventanilla ligeramente abierta.
—No volvamos, quedémonos aquí, compremos una pequeña casa sobre la colina, con su huerto, sus gallinas y sus cerdos, tengamos un par de niños y despidamos al sol cada día…
Y los dos se miran a los ojos y sonríen, incluso sopesan la posibilidad de hacerlo porque, ¿qué más pueden necesitar? Se tienen el uno al otro y el resto…bueno, el resto también importa pero menos. Ojalá pudieran prolongar este momento para siempre y sin embargo, él, ella, ellos, los dos a la vez y al tiempo que ven pasar una nube en el cielo con la forma de la cabeza de un caballo, están seguros de que estos momentos se disfrutan de manera tan intensa porque pasan y se almacenan en el congelador de la memoria.
Las noches se suceden; son una extensión de la carretera donde el coche es substituido por una cama, la capota por las aspas de un ventilador y el paisaje por una enorme luna visible desde la ventana de su habitación.
Y él juega a hacer desaparecer su mano dentro del pelo de ella que a su vez no es capaz de dormir por culpa del latido de sus sienes, por la urgente necesidad de decirle a todas horas lo enamorada que está de él, lo que siente por ese chico, su espejo masculino en la tierra: esas maneras de hombre educado y de buena familia, el olor a suavizante de su ropa perfectamente planchada, su piel bronceada y ese largo cuello rodeado por una cadena de oro regalo de su madre. Es mutuo. Para él no hay nada que se pueda comparar a esos dos ojos en almendra invertida, a esa boca que bebe vino como si fuera agua, al suave perfume de madera emanado por su nuca…Siempre estará a su lado. Siempre.
Esta tarde es su última tarde así que conducen respetando los límites de velocidad en dirección a Roma. La carretera discurre entre lagos, árboles frondosos de un verde esmeralda, ríos repletos de agua clara que desembocan en el cercano mar. Hablan de todo lo que tienen que hacer al llegar a casa, de la semana de trabajo que les espera y de que el próximo año recorrerán juntos la Gold Coast en busca de arena, olas de agua salada y enormes espacios donde el hombre no es más que un extraño para los canguros, cocodrilos, tiburones y koalas que pueblan ese lugar de la tierra. Será un trayecto de varias semanas pero el tiempo es una variable que se deforma hasta ser irrelevante, ¿qué más da si están juntos en esto?
Devuelven el coche en el Europcar del aeropuerto, facturan sus maletas y embarcan. El avión está lleno y la azafata de vuelo les indica que no pueden sentarse juntos. Él en la cuarta fila y ella al final del avión. Antes de separarse por primera vez en el transcurso de este viaje se besan apasionadamente en el pasillo del avión. El sobrecargo, de pie junto a la puerta de acceso, ladea ligeramente la cabeza al verlos: su amor es tan evidente que conmueve e inevitablemente todos los testigos del mismo no pueden evitar pensar en cuando fue la última vez que tuvieron algo así.
—Te veo luego.
—Qué tengas un buen viaje.
Las ruedas del avión tocan la abrasadora pista de aterrizaje. Minutos después la puerta del avión se abre.
Él sale primero y atraviesa la pasarela mientras piensa en que pronto le pedirá que se case con él. Se huele la mano y es capaz de registrar el perfume de ella en su nariz. De vez en cuando se gira, buscándola entre todas esas familias con hijos pequeños y grandes maletas. Alcanza la terminal, busca un lugar retirado y deja la bolsa a sus pies: esperará sentado frente a la puerta de acceso y podrá verla acercarse. Poco a poco el avión se vacía para volver a llenarse con los pasajeros del próximo vuelo, portadores de diferentes planes que abandonan la tierra y se pierden en el cielo, lejos, en alguna parte ahí arriba y aquí abajo.
Él espera, espera y espera.
Ella nunca llegó a salir por la puerta C34.
Nunca.
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