La música suena en los parlantes del auto.
«Não somos mais
Que uma gota de luz
Uma estrela que cai
Uma fagulha tão só
Na idade do céu
Não somos o
Que queríamos ser
Somos um breve pulsar
Em um silencio antigo
Com a idade do céu»
Ustedes duermen: uno al lado mío, el otro atrás. Los miro. Ocupan mucho espacio. Hace nada eran dos pulgas a las que las piernas les colgaban del asiento. Ahora necesitan espacio para estirar esas patas largas. Se me dibuja en el rostro una mueca de satisfacción y nostalgia.
La carretera se extiende, plana, hasta donde las montañas inmensas de la Sierra Madre Occidental simulan bloquearla. Seguimos avanzando y esas elevaciones de color verde intenso parecen estar siempre a la misma distancia; no las alcanzo y sé que debo cruzarlas para llegar a Punta Mita. A los lados, extensiones de variados verdes, amarillos, marrones; paisajes estáticos, hasta que un árbol solitario los atraviesa como un rayo que desaparece tan rápido como apareció. Queda mucho camino por delante y dejamos mucho camino atrás; en el espejo retrovisor reverberaron no hace mucho Ciudad de México, Toluca, pequeños pueblos con nombres tan difíciles de recordar como Ixtlahuaca, Jocotitlán, Atlacomulco y Coachochitlán… De a ratos tengo la impresión de que no avanzamos. Si no fuera por los carteles que indican los kilómetros faltantes para llegar pensaría que estamos suspendidos en la nada, en un tiempo y un espacio irreal.
La monotonía comienza a hacer notoria cada parte de mi cuerpo que hasta ese momento trabajaba intuitivamente, en armonía, casi de manera imperceptible: el pie presionando levemente el acelerador, las manos sostienen el volante en un cuasi estado de reposo, la espalda recostada en el asiento y la cabeza apenas sostenida por el apoyacabeza. Todo es instintivo en mi cuerpo, pero poco a poco cada parte se hace consciente y siento que no está en la posición correcta, algo me incomoda; la naturalidad anterior se ve sacudida. Y mi pie podría dejar de presionar el acelerador, mis manos soltarían el volante, y mi espalda se rehusaría a permanecer quieta junto con mi cabeza en el asiento. Me vería flotando hacia el lago de Cuitzeo que ahora viaja a nuestro lado. ¿Será que mi ausencia dejaría aún más a la vista mi presencia? ¿Para quién esa existencia se haría tangible sólo en ese momento de inexistencia? ¿Quiénes dan por sentado mi ser, mis acciones, mi estar?
Los veo dormir, plácidos. Ustedes llegaron al mundo, y yo estaba allí, siempre; crecieron, y yo seguía estando; y ahora, en plena adolescencia me quieren al lado y a la vez me quieren lejos. ¿Cómo reaccionarían si despertasen y yo ya no estuviese dirigiendo el auto, pero este siguiera rodando en la carretera? Yo los saludaría desde el lago con una sonrisa en mi rostro y una lágrima que intentaría burlar las fronteras de mi ojo; ustedes me mirarían, atónitos, desde sus asientos de pasajeros, preguntándose: «¿Qué hace ahora mamá? ¿Cómo salió de acá y nos dejó con el auto andando?» Y seguiríamos mirándonos e intentando entender, hasta que yo para ustedes fuera un punto lejano y ustedes para mí un punto en constante movimiento.
«No somos más
Que un puñado de mar
Una broma de dios
Un capricho del sol
Del jardín del cielo
No damos pie
Entre tanto tic tac
Entre tanto Big Bang
Sólo un grano de sal
En el mar del cielo»
El lago quedó atrás hace tiempo. La semi-planicie comienza a desaparecer. La carretera se vuelve un tanto sinuosa a medida que nos adentramos en la Sierra Madre Occidental. Ahora las montañas ya no son lejanas ni parecen tan altas. Los matices de tonalidad verde se vuelven atrayentes y hechizantes. Bosques de árboles nos rodean y cubren el horizonte recortando un cielo azul salpicado de nubes. ¿Qué misterios se esconderán en esa espesura? ¿Cuánta vida se refugia en ellos?
El auto pierde potencia al subir y se acelera al bajar. Los brazos ya no reposan en el volante como si no estuvieran haciendo nada: ahora dirigen; el pie en el acelerador ya no lo presiona levemente, oscila entre el acelerador y el freno: acelera cuando no quiere fracasar en la subida y frena ante la intensidad de la bajada que aumenta la velocidad hasta el punto límite; la cabeza, que antes reposaba, ahora está tensa sobre una espalda igual de alerta, siguiendo las curvas e intentando ver más allá.
Ustedes se despiertan, se desperezan.
—¿Querés agua, ma? —me dices desde el asiento de atrás.
—No, gracias, gorda, ahora no puedo.
—Ok, avísame.
Sonrío. Tú siempre tan atenta a las necesidades de los otros.
—¿Cuánto falta, ma? —La pregunta infaltable.
—Un poco todavía, aunque no tanto —Respuesta ambigua, si las hay.
—¿Puedo cambiar la música entonces?
—Sí, claro, enano.
Sonrío otra vez. Tú siempre tan atento a tus necesidades.
¡Tan hermanos y tan distintos! Si lograran la conjunción, el punto medio, serían perfectos. Si fueran perfectos, no serían ustedes y no los amaría como los amo.
Otra vez el pie en el acelerador y minutos después en el freno. Las manos en el volante dirigiendo un rato más. Ustedes conversan y hacen chistes; preguntan y responden o esperan respuestas. Sacan fotos. Se ríen…
El lago Cuitzeo quedó muy atrás, solitario. Yo no estoy flotando en él, saludándolos, todavía; no llegó el momento, aún, de mirarnos e intentar entender la distancia, hasta que yo para ustedes fuera un punto lejano y ustedes para mí un punto en constante movimiento.
«Calma
Tudo está em calma
Deixe que o beijo dure
Deixe que o tempo cure
Deixe que a alma
Tenha a mesma idade
Que a idade do céu
Calma
Todo está en calma
Deja que el beso dure
Deja que el tiempo cure
Deja que el alma
Tenga la misma edad
Que la edad del cielo»
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