Caminamos con la casa a cuestas. La hojarasca cruje bajo nuestros pies. Las olas resuenan incesantes, inundan la costa. El bosque respira, despierta, se mueve en las sombras del amanecer.
Elena se detiene, señala más allá de la senda. Varios jabalís hozan el suelo, avanzan hacia nosotras. Elena me mira, contiene la respiración. Yo tenso el cuerpo, el sudor recorre mi espalda.
Nos rodean, se aprecian sus ásperas cerdas. Siento el corazón en los oídos. Sus pezuñas cruzan el sendero, sus hocicos remueven la tierra. Permanecemos inmóviles durante varios minutos. Parpadeo.
Los gruñidos se alejan cubiertos por helechos, la marea vuelve a escucharse con claridad. La luz transparenta las hojas, dibuja motas blancas alrededor.
Nuestros pulmones espiran al unísono. Reanudamos la marcha a paso ligero. Silencio. Silencio. Silencio.
Un acantilado se abre hacia el mar, la brisa nos limpia la cara. Elena suelta la mochila, corre hacia el borde. Respira hondo, grita contra el viento. Me invita a unirme.
Coloco mis pies en línea con los suyos, abro los pulmones, cierro los ojos. Grito. Alivio, alegría, rebeldía.
Elena deja de gritar, oigo sus pasos a mi espalda. Se sienta en la hierba junto a las mochilas. Me cruzo de piernas a su lado. Elena me mira.
“Siento haberme cabreado. Al final… Me alegro que te hayas confundido de camino”, dice Elena.
“¿Qué podía pasarnos?”, le digo sonriendo.
Elena niega con la cabeza, sonríe. Mira al océano, abraza sus rodillas contra el pecho.
“Deberíamos seguir”, le digo. Elena responde cerrando los ojos. Yo me tumbo bocarriba sobre la hierba húmeda, la recorro con la yema de los dedos.
Ninguna se mueve. Las olas susurran. El viento silba suave entre las hojas. El sol se posa sobre la piel. El momento se suspende en el tiempo.
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