Una cáscara de nuez en medio del océano Atlántico… Con esto podría compararse visto desde las alturas el gran buque «Mexique», mientras surcaba las aguas del proceloso mar en aquel julio de 1939. Llevaba sobre su estructura una importante carga. Dos mil doscientas almas que huían de la barbarie que significa la guerra, la hambruna, la injusticia. Dos mil doscientas personas desconocidas entre sí, algunas junto a su familia, otras solas, pero todas con un único denominador común, el instinto de supervivencia.
Entre ellas viajaba yo, a mis escasos dos años de edad, con una hermanita recién nacida condenada de antemano al no ser, con una madre desahuciada y un padre desencantado y anhelante de libertad. Yo, rodeada de una multitud exiliada, temerosa y hambrienta, pero a pesar de todo esperanzada, llevando como único equipaje una «visa al paraíso». Todos los ojos en dolorosa dualidad, como queriendo ver a un mismo tiempo la patria que los expulsaba y la nueva patria que los acogería.
El destino parece regocijarse en jugar con la vida de los seres humanos. A veces sus juegos son crueles, como lo llegan a ser los juegos infantiles. En otras ocasiones se complace en entretejer vidas para hacerlas más felices. Ese mismo navío que transportaba a mi madre agonizante llevaba en sus entrañas, sin que los protagonistas lo supiéramos, a la que sería otra madre para mí.
Al atracar en el puerto de Veracruz fuimos trasladadas a la ciudad de México mi familia y esa otra, desconocida hasta ese momento, que llegaría a ser también la mía. La enfermedad que consumía a mi madre biológica hacía lo propio con la que se convertiría en mi madre adoptiva. Mi hermanita y yo, también enfermas, precisábamos ser hospitalizadas.
A Orquídea, pobre pedacito de carne llegada al mundo en un campo de internamiento en Francia, la atención médica le llegó demasiado tarde. Nos dejó al día siguiente. Con mejor suerte, yo recibí como regalo de mi segundo cumpleaños una larga hospitalización, para subsanar los estragos que la guerra y el hambre habían estampado en mi frágil humanidad.
Mientras tanto el destino se entretuvo colocando en camas contiguas a Lola y a María. Las dos padecían tuberculosis, consecuencia lógica de la guerra y de los años de privaciones y sufrimientos. La desgracia las había unido y ellas congeniaron, quizá manejadas por los sutiles hilos del entramado que la vida había tejido para ellas. Se hicieron compañeras, camaradas, amigas, hermanas… Sostenían largas charlas, puesto que la debilidad no les permitía hacer otra cosa que contarse sus cuitas, sus ilusiones y esperanzas.
Aún cuando no se me permitía permanecer con mi madre, por hallarse ella en el pabellón de enfermedades infecciosas, los domingos, día de visita, ambas familias podíamos reunirnos y convivir. Fue así que, sin sospecharlo, se fue dando una relación amistosa que nunca imaginamos como acabaría.
Mi salud fue mejorando poco a poco, sin embargo la de mi madre parecía empeorar día con día. Lo que se fortalecía al paso del tiempo era la amistad entre Lola y María y la unión, tal vez debido a la adversidad, entre las dos familias. Después de casi dos años por fin fui dada de alta, pero las dos amigas continuaron en el sanatorio, donde Dolores le hablaba a María sin cesar de lo maravilloso que era su Juan y lo que para ella significaba su amor y el mío.
Sucedió entonces que María, que mejoraba a ojos vistas, llegó a encariñarse tanto conmigo y con mi padre que mi madre, sin pensar en sí misma, sino en el bien de sus seres amados, y viendo que la vida se le escapaba sin remedio de entre las manos, realizó el mayor acto de amor y generosidad. Hizo prometer a María que cuando ella faltara cuidaría de su Nete (Juanete) y de su Nena (yo). Lola se había percatado del amor que nacía en el pecho de su amiga. A los pocos meses María salía del hospital y yo quedaba huérfana…
El desenlace de esta historia se dio dos años después. Mi padre se casó con María para darme una madre. Jamás tuvo que arrepentirse de esa decisión. Acabó por quererla con un amor que tenía más de agradecidecimiento que de pasión, ya que nunca olvidó a su Lola. María ha sido, con creces, la mejor madre que he conocido. Me enseñó que ser madre no es únicamente dar a luz físicamente, sino hacerlo con el corazón. Nunca quiso tener hijos propios por miedo a hacer distinción entre los de su carne y la de su alma. Cumplió su promesa a Lola cabal y fielmente hasta su último suspiro.
Poco puedo decir de Lola, porque mis recuerdos son una mescolanza de lo que me han contado de ella, de fotografías y de inventos de mi imaginación, pero sé de cierto que fue una mujer fuera de serie, alegre, amorosa y siempre presta para acudir a la necesidad del prójimo. Por ello le agradezco que en su corta vida haya sabido demostrarme su amor incondicional con ese acto de entrega suprema que fue haber elegido para mí a la mujer que mejor ocuparía su lugar.
Mamá María… Mamá simplemente… Gracias por ser la madre sencilla y buena que fuiste, porque actuaste como alguien fiel a sus amores. Amaste a mi padre y te entregaste a él completamente. Me amaste a mí y amaste a mis hijos como hubiera hecho la mejor abuela. La vida se encargó de dotarte de esa sabiduría que se precisa para hacer felices a todos los que cruzamos por tu camino. Sigues viva en mi corazón y en el de tus nietos, que recuerdan siempre a su Tita con amor.
Hoy, mientras escribo estas palabras se celebra en México, mi segunda patria, el Día de Muertos. Yo honro a mis dos madres con velas y flores de zempasuchitl ante su hermosa fotografía, porque me parece una hermosa tradición, pero para mí ellas no están muertas.
Afortunada yo… Dos patrias… Dos madres…
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