Recuerdo perfectamente el carácter rígido y exigente de mi padre, su bigote hirsuto y sus gafas de pasta, sus modales refinados y las manías que desarrolló con el paso de los años. Recuerdo con nitidez el miedo visceral con el que lo esperaba en mi habitación cuando sacaba malas calificaciones en el colegio, el tenso suspense del sonido de sus zapatos en el parqué. Nunca me puso la mano encima. Siempre agachaba la cabeza y con un tono de voz grave y arenoso me ayudaba a distinguir lo que estaba bien. Recuerdo con viveza el modo ausente en que se enfrascaba en la lectura y cómo me inculcó ese hábito advirtiéndome de lo útil que sería para escapar de la realidad y ser capaz de juzgar el mundo desde la distancia. Recuerdo cómo jugábamos, cómo me abrazaba, cómo me quería, eso era indudable, bastaba fijarse en cómo me miraba, cómo se enorgullecía de mis pequeños progresos. Recuerdo también un controvertido rasgo de su personalidad: lo seguro que estaba de la educación que me había proporcionado y de lo indeleble que era su calado.
Mi madre dice que mi padre siempre me defendía, incluso cuando no debía hacerlo. Esta afirmación tiene un trasfondo siniestro, y con tal de protegerme era capaz de perder la razón y hacer cualquier locura. Al parecer, sus férreas convicciones lo convertían en una persona intolerante con respecto a cualquiera de las debilidades humanas. No soportaba el desorden, la impuntualidad, el vicio, el egoísmo, la infamia. Mi madre me cuenta lo intransigente que se ponía al escuchar las noticias en el telediario. No había perdón para los malvados, los corruptos, los asesinos y los violadores, se debían pudrir en la cárcel y jamás ser reinsertados. Nadie que hiciera daño a los demás merecía su compasión, nadie que cediera al monstruo que según él, todos llevábamos dentro.
Lo que no recuerdo es por qué desapareció repentinamente de mi vida, y nadie ha conseguido aclarármelo. Mi madre y los demás se repliegan, bajan la mirada que los delata, y guardan un mutismo absoluto sobre la cuestión, como si hubieran pactado no hacerme partícipe. El psicólogo llama amnesia selectiva a esa ausencia de la memoria de un período concreto de mi pasado, un acontecimiento traumático que dejó una laguna permanente en la superficie de mi frágil mente infantil.
Hoy llego a casa de mi madre horas antes de que regrese, con la firme seguridad de que un incidente extraordinario no se puede borrar del todo, convencida de que si busco a fondo encontraré algún rastro. Tardo media hora escasa en toparme con un baúl debajo de la cama. El interior es el museo de los horrores que ha experimentado mi madre mientras se encargaba de ocultarme la verdad: recortes de periódico, fotografías, objetos de otra época, enseres personales, un reloj, una maquinilla de afeitar, su bate de béisbol. “Nunca se halló el arma homicida”, leo después en uno de los titulares.
El episodio trágico surge de repente en fotogramas que desfilan frente a mis pupilas de lado a lado, dejándome aterrorizada. Mi madre me encuentra hecha un ovillo sobre la alfombra, con las mejillas llenas de lágrimas y cierta dificultad para respirar. Por fin reconoce lo que ocurrió y me pide perdón por ocultármelo. Dice que eso es lo único que pidió él antes de ser encarcelado.
Jose María Valbuena era un prometedor psicólogo infantil de treinta y dos años, con una preciosa mujer que atraía las miradas de todos los hombres del barrio, y un hijo de apenas dos años. Nada de eso le impidió abusar durante meses de varios niños en diferentes colegios. Yo era uno de aquellos damnificados. Apenas tenía cinco años. No me he esforzado en rememorar los detalles de nuestro encuentro, pero ahora, gracias a mi madre, he conseguido reconstruir lo que ocurrió:
—Tu padre andaba preocupado por los rumores que corrían entre los vecinos de la mancomunidad. Aquel día en el mercadillo, cuando nos cruzamos con él, tu padre se tensó de arriba a abajo, alerta a cualquier mínimo detalle que le diera una pista acerca de la culpabilidad de nuestro vecino. Ya sabes que no se fiaba de nadie, cualquiera podía esconder un secreto inconfesable, y varios niños lo habían acusado aunque se empeñaba en negarlo. De repente apareciste corriendo, con una felicidad en el rostro que rápidamente se ensombreció al ver a Valbuena. Te asustaste y fuiste a cobijarte entre mis piernas. Cualquier otro habría estudiado prudentemente la situación o la habría enfrentado de otra manera, pero tu padre, sin pensárselo ni un segundo, le lanzó un puñetazo en la nariz y lo derribó. Luego se colocó encima de él y comenzó a golpear su cabeza contra el suelo con una violencia aparatosa.
De nada sirvió que otros vecinos lo apartaran o intentaran convencerlo más tarde de que se tranquilizara e interpusiera los cargos oportunos en la denuncia, de nada procurar que lo dejara en manos de la justicia. No era una cuestión de venganza, sólo defensa propia. Salió de casa con su bate de madera, entró a la fuerza en la vivienda de Valbuena y lo atizó hasta matarlo. Luego fue a la comisaría más cercana y se entregó pacíficamente reconociendo su falta y dispuesto a asumir las consecuencias.
He vuelto a retomar el contacto con mi padre. Hacía más de ocho años que no lo veía. Sigue siendo tal y como lo recordaba. Más de una vez le he preguntado si se arrepiente de lo que hizo. Su respuesta siempre ha sido la misma: no.
Un periodista me preguntó qué me parecía a mí. Sólo acerté a sugerirle que todos llevamos un monstruo dentro, y añadí que seguramente yo habría hecho lo mismo que mi padre.
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