—¿Cuándo has llegado aquí?

La niña estaba allí, de pie, nerviosa.

—Ahora.

Aún en la oscuridad podía ver los graffiti que cubrían las paredes del callejón, pero no se vislumbraba el rostro que le hacía las preguntas.

—¿Cómo has llegado aquí?

Aún sin luz se veía la basura esparcida por el suelo junto a los contenedores volcados; pero ni aún bajo la luz directa del Sol podría haber visto la cara tras aquella voz.

—Caminando.

La niña era lo suficientemente pequeña como para haber cabido entera en la mochila que llevaba a cuestas, pero hasta aquel callejón se había ido caminando sola. En su casa había cogido un oso de peluche como compañía y unas galletas como provisiones, guardándolos en una mochila de su madre; después, salió tranquilamente por la puerta. Caminó durante horas hasta que cayó la noche.

—¿Por qué estás aquí?

La idea se le había ocurrido en el cole, mientras se preparaba para la siesta. Primero pensó en pasar la noche en el parque, pero había demasiada gente. El callejón le pareció mejor.

—Creía que no había nadie.

La niña miraba a su alrededor, intentando ver con quién hablaba; pero solo estaban ella y la basura. Como estaba cansada, dejó la mochila en el suelo y se sentó.

—¿Por qué no estás en tu casa?

La niña sacó las galletas. Cosas del verano, el chocolate que las recubría se había derretido y se habían pegado unas con otras. Le daba un poco de asco, así que las cogía entre dos dedos con sumo cuidado de no mancharse y se las lanzaba a la boca.

—Porque no quiero.

La voz calló por un tiempo. Cuando hubo terminado sus galletas, la niña se acercó a uno de los contenedores volcados evitando la basura esparcida por el suelo y depositó con sumo cuidado el envoltorio en el interior del mismo. Si me voy de casa, pensó, tengo que cuidar de allí dónde esté. Contenta, apoyó la mochila contra el contenedor y se apoyó sobre ella, acurrucándose. Un gato subió al contenedor-cabecero y comenzó a maullar, despertando a la niña.

—Ay, gatito cállate…

“¿Dónde está tu mamá?”, “¿Dónde está tu mamá?” le preguntaron los transeúntes varias veces durante el viaje. Ella señalaba a una mujer cualquiera sentada en la lejanía; caminaba hasta ella y allí se quedaba. Al cabo de un rato, se levantaba y seguía caminando. Una señora mayor le quiso regalar un caramelo, pero ella se alejó desconfiada. En el parque había demasiada, demasiada gente. Demasiados papás, demasiadas mamás, demasiados niños y niñas. En el callejón se estaba bien, pero empezaba a hacer mucho frío; y el gato no callaba.

Fue entonces cuando oyó un sonido reptante y poco ruidoso que se acercaba a ella con cuidado. El gato chilló. Se oyó un chisporroteo líquido y unas gotas cayeron sobre la cara de la niña.

—Ay, llueve…

Mas no llovió, y no volvió a oírse maullar al gato. Lo que si se oía era a alguien comer. Alguien que no comía como su madre le había enseñado.

—Come… no me molesta…

El ruido se detuvo. La niña tiritaba: la ropa del colegio no era desde luego abrigo suficiente para dormir a la intemperie. El aliento que resoplaba sobre la niña olía fuerte y la respiración era entrecortada y jadeante. Cayeron varias gotas más sobre su rostro, pero ella ya estaba dormida.

Cuando la policía la encontró era ya de día y la niña dormía plácidamente. Se hicieron eco, agitaron los brazos, se acercaron rápido; cuando la despertaron ésta estaba demasiado confusa por el ajetreo como para entender lo que pasaba.

—¿Estás bien, pequeña? (Juan, por favor, ayúdame a cogerla, vamos a llevarla al coche) ¿te duele algo?

El agente se dio cuenta de que tres gruesas mantas protegían a la niña del frío. Eran enormes y difícilmente podría él mismo haber cargado a la vez con todas ellas. Miraba perplejo a la niña mientras la llevaba al coche patrulla, sin comprender. Ésta, que sí comprendía, sonrió al agente con alegría.

—¡Tengo un amigo!

Comenzó a relatarle a los policías con efusividad todo su viaje, con una articulación inusual en una niña tan pequeña. Les habló de las calles y lo excesivamente lleno que estaba el parque; les habló del callejón y del nuevo amigo que le había ayudado a dormir. Entraron en el coche y allí la esperaba su madre, y la niña ya no habló más.

—¡Bebé! ¡Mi bebé! Ay, por Dios, ¡menos mal que estás bien! —sollozaba la madre, muy nerviosa, abrazándola. La niña callaba.

—Ha habido suerte. Este barrio es muy peligroso, podría haber pasado cualquier cosa… dime, pequeña, ¿qué me decías de tu amigo?

La niña no contestó. La madre, excusándola, explicó que era una niña con problemas serios para relacionarse con los demás; el doctor le había dicho que puede que fuera autista. Le estaban haciendo pruebas. Ella opinaba que igual tenía alguna disfunción intelectual. El policía le hizo alguna pregunta más, pero la niña no volvió a hablar en todo el viaje.

Pronto llegaron a su casa. La madre se despidió de los agentes dándoles tantas veces las gracias que éstos se sintieron incómodos. Cuando se hubieron ido, fueron hasta la cocina y la madre comenzó a preparar un flan casero.

—Te voy a hacer tu preferido —dijo, aún nerviosa— que mal lo he pasado bebé, que mal lo he pasado… pero como se te ocurre… como has podido…

La madre lloraba. La niña estaba a una distancia prudente, de pie, mirándola fijamente. “¡Pero dime algo!” le espetó la madre, aún llorando. Mas la niña no mediaba palabra y seguía mirándola fijamente. La madre tornó más seria.

—¿Por qué me miras así? ¿Me odias, es eso? ¿Te crees que soy un monstruo?

Mas la niña no decía nada.

—Soy tu madre, ¡haz el favor de contestarme!

Nada.

—¡CONTÉSTAME, NIÑA DE MIERDA!

Unos minutos después, la madre lloraba, la niña sangraba, sangraba mucho; no hablaba, pero sus ojos vivos, muy vivos, lo decían todo.

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