Extrañar es inevitable cuando te empujan al borde del abismo, cuando te hacen despegar porque cruzar fronteras es la única opción para mantenerte a salvo.
Yo solía ser una hippie enamorada del folklor. Acostumbrada a vivir en una ciudad grande llena de multiculturalismo. Amante de viajar y conocer el país que me impregnó su aroma y sus costumbres, mi país de origen. Apasionada por la fotografía y en documentar la esencia de lo que somos. Ahora, en cambio, por las mañanas, los sueños me pesan.
Llevo puesta la ropa de inmigrante en un país que no es el mío. En donde mi acento suena diferente, mis facciones físicas resaltan y mis palabras típicas son difíciles de procesar. Y aunque me separan solo 952 kilómetros de casa, es un vuelo de avión de 1 hora y 11 min que justo ahora no puedo tomar. La distancia me termina sabiendo a ironía porque estando tan cerca, mi hogar es inalcanzable.
Pertenezco a la generación de exiliados que agobiados por la anarquía dejaron casa. Obligados a señalar un punto en el mapa para comenzar de cero. Soy de los que abruptamente debieron arrancar sus raíces con la esperanza de verlas florecer aún en el desierto. Sin más opción que armar una maleta donde no caben todos los recuerdos, un bagaje en el que se debe elegir qué llevar y en donde los abrazos de tus seres queridos, no van contigo.
Recuerdo haber llorado durante cada noche de los primeros meses. Mi casa se fue convirtiendo en un souvenir que extraño todos los días, y es que echar de menos es irremediable cuando te obligan a que el boleto de viaje no venga con retorno incluido, sin permitirte la convicción personal de irte, sino una autoflagelación convertida en ilusión.
Este viaje es el aprendizaje más largo que he tenido, aprendí palabras nuevas y nuevas formas de conjugar mis tiempos. Crecí años en meses. Tuve miedo, lloré, me sentí sola -estuve sola-. Me perdí y luego aprendí el nombre de todas las calles. Conocí personas e hice amigos, los he encontrado malos y buenos, haciéndome saber que los contrastes también están presentes cuando no pertenecemos del todo. Adaptarse no es fácil, y en este viaje permanente, aún no he terminado de desarmar las maletas. Es como si no quisiera quedarme del todo y me pesan las posibilidades que quieren volver a casa. Y aunque he conocido personas extraordinarias que no dejan que me sienta tan rota, ninguna abraza como mamá.
Hoy estas líneas me hacen buscar en mí y darme cuenta que trasmutar como consecuencia de emigrar, rompe.
Y Aunque todos los días me repito que soy del mundo, mi corazón late más rápido cuando escucha: Venezuela.
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