Es una mañana lluviosa y fría. Mi abuela está sentada junto a mi en el sofá de la salita. Nuestras manos se calientan con una taza de café, mientras desayunamos, vemos la lluvia caer a través del cristal de la ventana. Tiene los ojos azules mi abuela. Y chisporroteantes. A veces, parece una niña. Se levanta de repente. Creo que va a hacerme un huevo frito, pero vuelve con una vieja caja de galletas. «Mira esta foto» me dice. «Es tu bisabuela». Una niña de unos diez años, sonríe tímidamente a través del amarillento papel fotográfico. Me mira melancólica. «No la conocí, ¿sabes?». Mi abuela, es hija de un trapecista y una mujer llamada Lluvia. Cuenta siempre esta historia, pero nadie le cree. Yo sí. Quizá por eso, desde hace un tiempo, me habla un poco más de Lluvia. «Esa foto es del día que apareció en el pueblo». Me dice mi abuela.

Lluvia apareció un soleado día de verano. Los habitantes del pueblo trataron de averiguar de dónde venía y cómo no lo consiguieron, publicaron esa foto en los periódicos, por si se había perdido, pero nadie la reclamó. Así que se quedó en el pueblo, en casa de Hortensia, que fue la primera en verla llegar. Nadie le oyó decir nunca ni una palabra, pero sonreía, sonreía mucho. Y canturreaba. Sin despegar los labios, entonaba una preciosa melodía, siempre la misma. Y cada vez que canturreaba, llovía, con una lluvia que hacía crecer asombrosamente las plantas. El pueblo no desaprovechó esta curiosa condición y pronto acostumbraron a llevársela al campo, después, solía ayudar a las mujeres en las tareas del hogar. Un día se dieron cuenta que la niña no tenía aún nombre. Y hombres, mujeres y niños, se reunieron en la plaza. Hortensia quería que se llamara Hortensia, vivía con ella y además fue la primera en verla llegar. Ramiro quería que la llamaran Elisa, como su difunta mujer. De repente se puso a llover, unas gotas gigantescas. No hubo más discusión. Se llamaría Lluvia, porque además, hacía crecer la cosecha. La pequeña Lluvia fue creciendo y se convirtió en una preciosa joven. Su belleza era conocida en todos los pueblos de los alrededores. Venían desde lejos a verla. Su tez blanquecina, sus ojos de un gris oscuro, y su pelo profundamente negro. Tenía una belleza sobrenatural. Cómo de otro planeta. Ningún chico se atrevió, sin embargo, a cortejarla. La consideraban, tal vez inaccesible y misteriosa. Cada año se celebraban en agosto las fiestas grandes del pueblo. Gracias a Lluvia,y su mágico poder, el pueblo era ahora una villa feliz y próspera. Así que ese año contrataron un circo, montaron una carpa gigante. Payasos, malabaristas y hasta un elefante, invadieron esos días las calles del pueblo. Vino también un trapecista. El pueblo lucía sus mejores galas. Ese año Lluvia estrenó un vestido de seda amarillo. Todas las tardes a las cinco actuaba el trapecista, y allí estaba siempre ella, resplandeciente. Hortensia no se preocupó cuando no durmió en casa, eran fiestas y además era Lluvia ¿que podía pasar? La última noche, la noche del gran baile, vieron salir de la carpa del circo, un rayo gigantesco y se desató a continuación la más terrible de las tormentas. Ni siquiera Eusebio, con sus ciento un años recordaba una tormenta de tal calibre. Forasteros y lugareños se refugiaron en la cantina. No echaron en falta a Lluvia ni al trapecista. Petra llegó sobresaltada y chorreando. Decía que había visto un deslumbrante fuego azul salir de la carpa del circo. Nadie la creyó. Todos sabían que había perdido un poco la chaveta desde que murió su marido. Truenos y relámpagos fueron testigos del silencioso baile de Lluvia y el trapecista. Al día siguiente un sol radiante, despidió impasible a los artistas del circo. Y la vida prosiguió. Lluvia siguió entonando su misteriosa melodía, y patatas, calabazas y alcachofas, fueron aún más grandes de lo acostumbrado. Nadie se percató del ligero rubor en las mejillas de Lluvia. Un soleado día de mayo Lluvia le dio a Hortensia un beso en la mejilla, y después de pronunciar un sonoro «gracias» con una voz angelical, desapareció para siempre. Hortensia se encontró después, bajo la higuera del patio, un hermoso bebé de ojos azules. Era una niña, le llamaron Celeste.

En este punto mi abuela interrumpe su relato. Sus manos acarician las mías. Mi abuela no se llama Celeste, se llama María. Abre la boca como para decirme algo más, pero en lugar de eso suspira silenciosa. María también tiene poderes mágicos. Con su escasa pensión alimenta a toda la escalera. Y sea cual sea la hora a la que llegues a casa, te ofrece un huevo frito. Tiene la habilidad, también, de ganar siempre a la brisca y sus croquetas de cocido son sobrenaturales. Me muestra otra foto. «Esta fotografía es de poco antes de desaparecer» me dice. Una chica joven enseña un pollito a la cámara.

«Me parezco a ella, ¿verdad?». Le digo que si, aunque en realidad no se parecen nada. «Es preciosa la foto», le digo. Mi abuela sonríe. «Voy a acostarme un rato» me dice. Tiene la espalda cargada, torcida, de agacharse en el campo, a veces necesita descansar. Mi abuela registra diariamente sus actividades en una agenda. No lo hace para saber lo que tiene que hacer, sino para recordar lo que ha hecho. Le gusta, de vez en cuando, sacar agendas de otros años, y repasar su vida. Hay una agenda muy vieja en la caja de galletas. Y, al leer los números borrosos, caigo en la cuenta que es de años antes de nacer mi abuela. Ilusionada, la cojo cuidadosamente y voy con ella a la habitación. Un sol resplandeciente ilumina la estancia donde descansa. Sus ojos azules brillan como nunca antes, de sus labios se escapa una preciosa melodía.

FIN

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