Mi abuela Julia, “la soltera”

Mi abuela Julia, “la soltera”

Noviembre 2015. Ha muerto mi abuela Julia. Para mucha gente “Julia la soltera”. Para mí, una mujer peculiar, mágica, un poco ausente, atrapada en un mundo solo suyo. A Julia le crecía el pasado, dando sombra al presente, como si supiera que lo mejor ya lo había vivido y deseara preservar esa monótona nostalgia, sin incidentes ni sobresaltos. Hablaba poco y cuando lo hacía se iba recuerdo abajo despeñándose hasta caer en otro largo silencio que a veces duraba semanas. Me ha dejado en herencia un ruego y un secreto. Me pide que esparza sus cenizas en Las Muñecas, diminuto pueblo de la provincia de León donde pasó los veranos de su infancia. Pueblo de postal: vacío y nevado en invierno. Con ocasionales turistas en verano. También me ha legado la casa del pueblo y una vieja caja de latón. Me temblaban las manos al abrirla. En su interior encontré muchos cuadernos cubiertos de polvo triste. Saqué uno al azar, su caligrafía lenta y desteñida desgranaba pasión, miedos, sufrimiento…. Mientras incineraban su cuerpo yo hacía la autopsia a su alma, aquella parte secreta que intuía en su mirada los días grises. Devorando tinta reviví los veranos de su infancia en aquel pueblo tan lejano en el tiempo y el espacio, donde ella seguía atrapada ocho décadas después.

Cada cuaderno es Julia: apasionado, duro y profundo por dentro. Piel gastada por fuera. Seguí leyendo: “Agosto 1940. Ya estoy de vacaciones en Las Muñecas con los abuelos. He visto llegar a Jaime con su padre, venían del campo y metían hierba en el pajar que tienen frente a nuestra casa. Ya tiene cuerpo de hombre. Trabaja sin camisa, sus brazos fuertes, su espalda dorada y sudorosa brillan bajo el sol. Salí disimulando para que me viera. Y me vio, pero fingió no verme, me puse colorada y volví a entrar en casa”.

“Ya llegaron casi todos los veraneantes. Los chicos ya fuman. Yo lo intenté. Jaime me enseñó a echar el humo, pasando el cigarro de su boca a la mía y me gustó. Me gustó mucho. El tabaco no, la sensación de que el cigarro estuvo en sus labios. Jaime es distinto a los demás. Es de campo, sonríe poco, pero cuando lo hace, siempre es para mí. Avanza el verano. Al separarnos cada noche, provocamos un tímido roce o una mirada larguísima que dura hasta el día siguiente. Los días transcurren suaves y mis palpitaciones fuertes”.

Nunca imaginé la vida que mi abuela guardaba piel adentro, mientras sus días, meses y años fueron una sucesión de hábitos minúsculos, monótonos, feliz si nada ocurría que alterara esa rutina. Se rodeaba de cosas básicas y largos silencios. Lo importante lo protegía dentro, en su pecho de lata. Seguí leyendo:

Temo volver a Madrid y que me olvide. Esta noche, me dio la mano y me acompañó a casa. A salvo de miradas, apoyados en el portón de su pajar me dio el primer beso, tierno, nervioso y torpe. El segundo se lo di yo aunque sé que no debía. El tercero fue en la intimidad de aquel portón que cedió al empuje de nuestros cuerpos. Entramos. Olvidamos el mundo e inventamos otro, solo nuestro, lleno de sabores, sonidos y tactos que no olvidaré jamás…”

Terminé de leer las confidencias de una mujer atípica, nacida a destiempo y amando a deshora. Ahora sé el motivo que producía en ella esa tristeza contenida y en mí el desasosiego de quien intuye un peligro pasado o futuro Me costaba imaginar a mi abuela adolescente y enamorada porque para mí representa la mano que acariciaba mi pelo cada noche y la voz que extendía el sueño sobre mí.

Preparé la maleta, metí la caja con los cuadernos en el maletero y la urna con sus cenizas en el asiento del copiloto. Cuatro horas de viaje, rumbo a su infancia, me sirvieron para reposar lo leído. Ansiaba terminar la lectura, nunca he sabido esperar. Tengo que aprender su calma. Llegué al pueblo, nevado, silencioso, ¡precioso! Las calles estaban borradas por la nieve o tal vez desgastadas por Julia, de tanto pensarlas.

Cuando anocheció encendíla chimenea, abrí la caja, saqué el primer cuaderno e inicié la ceremonia. Leí en voz alta el mensaje que Julia dejó para Jaime, allí, en el lugar donde se amaron. A medida que terminaba un cuaderno se lo entregaba al fuego. Y luego otro y otro… hasta llegar al último. Lágrimas de emoción e impotencia bañaban mí cara. Llego al último párrafo:

“Septiembre 1946. Jaime, llevo seis años sin verte. Pensarás que te olvidé. Me exigieron borrarte de mi vida, pero escribo cada día para no perder un solo recuerdo y para mantener la cordura. Jamás amaré a nadie como a ti. Sin embargo, voy a dejar de escribir porque ahora tengo otros cuadernos que atender… nuestro hijo ha empezado la caligrafía”.

En esa línea dejó de escribir, pero no de amar. Eché el último cuaderno al fuego y el humo tatuó el mensaje en las piedras, las vigas, el aire. No dormí. Imaginando la joven embarazada, “la soltera” oculta pero jamás avergonzada. ¿Qué sería de Jaime? Moririá sin saber que era padre. Sin saber que era abuelo. Sin saber qué era. Sin Julia..

Te libero abuela, dejo tu secreto flotando en la cumbre de Peñacorada, donde se perdía tú mirada niña y tal vez donde quedó enganchada para siempre. Grito al viento que eres la montaña majestuosa de mi vida, digna e independiente. Dura por fuera. Volcánica por dentro. Te admiro. Te suelto ya… Sé libre.

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